Autorretrato personal. Mujer de cuarenta y cuatro años. Miope: quizá lo de ver mejor de cerca que de lejos, y la percepción borrosa del horizonte, marcó irremediablemente mi escritura. Soy reservada y tímida. Odio hacerme fotos. Si me pongo nerviosa, suelo tirar cosas. Si puedo, leo tumbada. Me gustan los animales. Tengo una completa incapacidad para aprender idiomas y me da mucha vergüenza chapurrearlos. Me confundo con los nombres y las fechas. Soy desconfiada, pero trato de no ser cínica. Me incomodan los elogios. No sé hablar de mis libros. Soy un poco gruñona. Todas las noches sueño, lo que me provee de una valiosa cantera de imágenes. Cuando me mude, será a una casa en la que pueda tender la ropa al sol.
Mi infancia. Nunca pensé en ser escritora. De niña mis planes eran otros: quería ser dibujante, zoóloga, reportera en países lejanos. Pero leía mucho, sobre todo tebeos de Mortadelo y Filemón, novelas de Agatha Christie y todo lo que encontraba en casa aunque no fuese para mi edad, desde libros de Dostoyevski hasta El año de la peluca de Santiago Carrillo (lógicamente no entendía nada). Me obsesioné con un Génesis ilustrado, no una edición infantil sino una en la que no se escatimaba la crueldad. Mi libro favorito por entonces fue Un zoo en la isla, de Gerald Durrell. Siempre fui una lectora caótica, poco sistemática. No me importaban los nombres de los autores, las fechas ni contextos de los libros. Me importaban las historias.
Un amor. A veces me han preguntado qué entiendo por amor, sobre todo a partir de mi último libro, de título tan rotundo. Pero yo no soy capaz de hacer generalizaciones ni de pontificar sobre un sentimiento tan enorme y complejo, ¿cómo iba a hacerlo? En mis libros aparece un tipo de relación amorosa muy marcado por la obsesión y la incomunicación, pero no porque crea que no hay otro tipo posible, sino porque, más que del amor, a mí de lo que me interesa escribir es del ejercicio del poder. Creo que el amor más verdadero que aparece en mis libros es el que hay entre el viejo y la niña de Cara de pan.
“Nunca pensé en ser escritora. De niña mis planes eran otros: quería ser dibujante, zoóloga, reportera en países lejanos. Pero leía mucho”
La mujer. Durante mucho tiempo pensé que no había diferencias entre la escritura de una mujer y de un hombre o, más bien, que no debería haberlas. Hoy no pienso lo mismo, aunque tampoco me convencen las categorías tajantes ni la asignación de argumentos por género: todo es mucho más fluido y permeable de lo que creemos. A este cambio de pensamiento me ha llevado mi propia escritura. Cuando construyo personajes femeninos, cuando pienso en la infancia, es imposible sustraerme de lo que soy ahora, de la niña que fui. Leo a escritores hombres con placer (me formé con ellos), pero es a las escritoras a quienes amo a las que considero mis hermanas.
El poder de las palabras. Este tema, el poder y lenguaje, es central en Un amor, pero también en otros libros míos. No solo me interesa con qué palabras se expresa el poder, sino qué palabras prohíbe, cuáles son adecuadas o inadecuadas, feas o bellas, su uso como forma de distinción, qué es lo grosero y qué lo elevado, qué se considera insultante y qué elogioso. Me fijo mucho en los eufemismos, los tabúes, el lenguaje de los medios de comunicación y el lenguaje burocrático, que es terrorífico.
A menudo, cuando escribo, trato de ponerme en la cabeza de los niños que preguntan por todo, incluso por términos aceptadísimos, los que usamos casi sin conciencia. Quizá por eso mi escritura parece a veces tan simple. Escribo como si fuese una extranjera con una lengua ajena.
La soledad. La crítica ha señalado a menudo el carácter solitario de mis personajes, su inadaptabilidad y su extrañeza, lo cual es cierto, aunque en mi opinión esto no tiene por qué ser necesariamente negativo. En Un amor (pero también en novelas como Cara de pan, Cuatro por cuatro…) se reflejan las perversiones en las que incurren a veces los grupos sociales, sus ritos de iniciación, de paso y de expiación. Me gustan mucho los cuentos, leerlos y escribirlos, pero creo que la novela es el género idóneo para describir estas estructuras sociales a través de historias concretas y tangibles. Nunca parto de lo abstracto para representar ideas, sino al revés: voy de lo concreto hacia lo general, por eso me cuesta tanto interpretar mis propios libros.
“Leo a escritores hombres con placer (me formé con ellos), pero es a las escritoras a quienes amo a las que considero mis hermanas”
Trayectoria y evolución. Empecé a escribir en la treintena porque, creo, antes estaba paralizada, era completamente incapaz hasta de pensar en escribir. Desde entonces he publicado bastantes libros, entre relatos y novelas, aunque la salida de un nuevo título siempre viene acompañada de una buena dosis de nervios, de incertidumbre y también de sorpresa. Contrariamente a lo que suelen decir algunos, hay libros excelentes cada año, así que a veces siento el peso de la usurpación o el llamado síndrome de la farsante. Me considero una afortunada por montones de razones, pero jamás bajo la guardia, odiaría acomodarme. Si hay un adjetivo que me inquieta es el de escritora consolidada. Lo peor que le puede pasar a un escritor es consolidarse.
Dimensión social de mi escritura. Mis libros están marcados por mi origen. Nací y crecí en la periferia de grandes ciudades (Madrid, Sevilla…), fui a la escuela pública, mi familia es de trabajadores, los primeros universitarios fuimos mis hermanos y yo. Me repugna la visión elitista o glamurosa de la cultura. Más allá de esto, no sé la dimensión social que tiene o podría tener mi escritura. El único libro que escribí con voluntad de intervención social fue el pequeño ensayo Silencio administrativo, que critica la crueldad de la burocracia con los más débiles. Y aunque mucha gente lo leyó y recomendó y me consta que ha impresionado a bastantes lectores, este libro no ha logrado ni un solo cambio real. Basta con ver cómo se están gestionando ahora las rentas mínimas y salarios sociales: pésimamente.
El futuro, mi futuro. Tengo la no tan extraña superstición de que, cuanto mejor me va (más libros vendo, mejores críticas tengo, etc.), peor le va al mundo en general o incluso a mi mundo en particular, como una especie de ley de compensación de buenas y malas noticias. Así que no sé qué debo desear en el futuro. Me gustaría quedarme en una semisombra, no defraudar a mis lectores pero seguir como estoy, con cierto anonimato. Quiero escribir los mejores libros posibles sin aspirar a la perfección, que solo está al alcance de muy pocos. Planeo escribir sobre la administración y la burocracia. También cuentos polifónicos, con mucho diálogo y muchos personajes, algo que no he hecho hasta ahora.