Hay un banco en el Retiro, según se entra por la puerta del Paseo de Coches, en la calle Alcalá, que es casi mío. Es el tercero, a la derecha, en uno de esos caminillos rumorosos que se internan en el parque y en el que me siento de vez en cuando a leer al sol. Uno de aquellos bancos ochenteros, de reposabrazos metálicos y anchos listones de madera donde todavía sobrevive algún viejo corazón tallado con torpeza en el que apenas se distinguen ya las iniciales. Está enfrente de un plantón de castaño, espigado y airoso, al que flanquean sendos tutores y que, escaso todavía de follaje, no interfiere el sol convaleciente del otoño.
Digo que el banco es casi mío -recalco lo de ‘casi’- porque lo comparto con un señor de edad pulcro, atildado -abrigo de paño verde y sombrero de fieltro-, que a veces encuentro allí sentado cuando llego y que estos últimos meses, por el distanciamiento sanitario, me lleva a desplazarme a otro banco, un poco más allá, menos apetecible y más sombrío.
Hay un Retiro de conciertos en el quiosco de la música, en primavera, y otro de personajes Disney que saludan con la mano a los niños
Allí, como contaba, alguna mañana ociosa me siento a leer al sol, arropado por el plácido rumor de la hojarasca y los trinos y piídos de los pájaros (me encanta la palabra) apenas interrumpidos por el sonido lejano de los cláxones que nos recuerdan que ese tiempo en el parque es una tregua y que el fragor del mundo continúa.
Remar en el estanque
Hay un Retiro de lecturas al sol y un Retiro de paseos matinales; un Retiro de mañanas de domingo y uno invernal, húmedo y neblinoso, del color amarillo de los ginkgos. Hay un Retiro de conciertos en el quiosco de la música, en primavera, y otro de personajes Disney que saludan con la mano a los niños -adiós, adiós-, mientras les tienden globos.
Recuerdo también aquel Retiro de mi infancia, blanco y negro y bordes aserrados. El de la Casa de Fieras (¡qué nombre!); la osa polar, la pobre, y el foso de los monos donde hoy está la Biblioteca Eugenio Trías. Recuerdo los barquillos y los títeres, los merenderos de horchata y limonada y aquel organillero vestido de castizo, que ya no sabría decir si realmente existió o es inventado. Recuerdo alguna tarde, adolescente, remando en una de las barcas del estanque bajo el monumento a Alfonso XII, y los patines, metálicos con ruedas de madera, con los que sorteábamos el craquelado del asfalto.
Me acuerdo de haber subido, como en una aventura literaria, a la cumbre de la Montaña Artificial, también llamada Montaña de los Gatos, hoy cerrada, al lado de la Casita del Pescador, y de haberme escondido, jugando a los espadachines, en las ruinas románticas que llegaron, acabo de enterarme, desde Ávila, de los restos de la iglesia de San Pelayo.
Hay un Retiro de niños -bicicletas y coches a pedales- y un Retiro de padres y castañas. Esas castañas locas, en otoño, que sacábamos a veces del erizo como si desveláramos un prodigio, y que en sus manitas enguantadas, marrones y brillantes, reflejaban por primera vez el sol.
Galdós y su mantita
Recuerdo mis paseos por los Jardines de Cecilio Rodríguez, que es casi como estar en otra ciudad, donde homenajeamos hace años a Luis Mateo Díez, que se jubilaba de la municipalidad, y donde recuerdo haber visto alguna vez, discreto, casi ingrávido, con un abrigo negro hasta los pies, al viejo Juan Eduardo Zúñiga, que caminaba hasta una de las bibliotecas populares, donde dejaba de vez en cuando un libro.
Hay un Retiro de los escritores que arranca con Góngora, casi en la entrada de Alcalá, continúa con los Álvarez Quintero y Benavente, y lleva hasta Galdós y Cajal
Me viene a la cabeza el Retiro de la Feria del Libro, donde un poco apurado escuché por primera vez mi nombre por la megafonía. Allí, por cierto, en la feria, me acerqué hace unos años a que Ferlosio me dedicara un libro la única vez en su vida que, superando el bochorno del escritor, contaba, fue a firmar. Allí vi también, hace años, a Carmen Martín Gaite con su boina de lana, sonriente, y a Borges, minúsculo y lejano, que dedicó trescientos treinta y tres libros exactos, ni uno más ni uno menos, cuando vino a firmar Los conjurados.
Porque hay un Retiro de los escritores, también, que arranca con el monumento a Góngora, casi en la entrada de Alcalá, misterioso, continúa con los Álvarez Quintero y con Jacinto Benavente, y lleva hasta la estatua de Galdós, obra de Victorio Macho -como la de Cajal, al lado del estanque-, donde aparece sentado en un sillón con su mantita encima de las piernas, muy cerca de la glorieta del Ángel Caído. Cuentan que el día de la inauguración, ya casi ciego, se acercó a tocar su propio rostro, y que el frío de la piedra le transmitió la certeza de la muerte.
Me viene del Retiro, cerca de allí, la imagen de los cipreses calvos que crecen en el agua enfrente del Palacio de Cristal, y esa entrada de los parterres, por la calle Alfonso XIII, frente al Casón, donde está el árbol más viejo de Madrid, ‘El abuelo’, un ahuehuete que se salvó de la tala durante la Guerra de la Independencia porque en él las tropas de Napoleón, acampadas en el parque, instalaron un puesto de observación para la artillería.
Por esa zona, cerca, sigiloso, cuentan que puede verse de vez en cuando el fantasma de Pío Baroja paseando, ese que fotografió Nicolás Muller con bufanda y abrigo, y que subía andando desde su casa de la calle Ruíz de Alarcón, camino de la Cuesta de Moyano, donde su estatua, abrigada también, recibe a los lectores. Ese Baroja de barba encanecida y sombrero de ala que, hoy, caprichoso, se ha sentado en un banco. El tercero, según se entra a la derecha por el Paseo de Coches, en el caminillo lateral junto a la verja, y que es ya casi mío. Casi casi.