“Si está bien, si es tan fácil, ¿por qué duele así por dentro?” Arranca con esta cita (tomada de la banda de música Los Planetas,) Arena, la tercera novela del malagueño Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1973), colaborador cultural, guionista de documentales y autor de otros dos títulos narrativos, Babby Logan (2011) y Far Leys (2014) nada desdeñables. “Si todo va tan bien, si todo es tan sencillo, —seguiría la letra de esta canción— ¿por qué este vacío que siento?”. Pues sí, de esto trata su propuesta narrativa, de las paradojas implícitas en las experiencias que moldean, hieren y sellan la creación de una identidad propia.
En este sentido, retoma su autor el retrato generacional ofrecido en su primera novela y nos devuelve al verano sureño de adolescentes de los ochenta, persiguiendo olas y abismos vislumbrados entre alcohol, drogas y sexo. Uno de esos veranos sirve de marco temporal a lo que aquí se cuenta, aunque el saldo emocional de esta historia (dolor y vacío) tiene mayor calado, y es otro el modo de explorar con hondura el coste de lo vivido, cuando tarda en atisbarse la causa de daños difícilmente reparables.
Este relato lo ocupa la voz de Bruno. Es su narración, su vivencia de escenas en un paisaje de infancia al que sigue anclado: su madre (su mayor secreto), su padre, nombrado siempre con angustia. Bruno buscándose en su pasado, en la turbación que le aplasta desde que era niño, “los recuerdos transpiran, sin parar, a todas horas”. Sus obsesiones son recurrentes, ocupan el centro de un discurso esmerado, un modo de narrar nutrido de imágenes que exploran los efectos sinestésicos de lo sentido, montado sobre elipsis que desplazan el orden lineal de la acción: un fin de semana al límite, de calor aplastante, con los amigos, El Manco, el Bocina, Pipo. No es una trama al uso. Todo lo impregna un estado de “ánimo infecto” que, en sus palabras, “fue el causante de todo”, el que le desgarró en dos mitades de las que no logra recomponerse, de las que salió la voz que impulsa el relato.
'Arena' es un relato arriesgado, de zozobras y desgarros, sobre la búsqueda de la identidad
Lo que la mirada de Bruno recompone va desplazando otros elementos narrativos, el centro es su zona hostil, su estado emocional, una tristeza profunda por tantas cosas que no sabía y que solo el tiempo y la escritura le ayudarán a ir nombrando, y una culpa de la que no logra zafarse. El lector debe ser paciente: lo que lee le interesa, el estilo le atrapa, lo que cuenta le perturba. Ha de buscarle sentido, porque ahí está, no en lo que se aprecia a simple vista (jóvenes sin horizonte, verano, aburrimiento, colegas,…), sino entre los recuerdos que respaldan su voluntad de convertir en escrito lo vivido.
Uno de estos recuerdos se refiere a un hombre de su barrio, “el loco Pérez”: vivía en la calle, leía periódicos viejos y soltaba sentencias que le volaban a uno la cabeza. “Apunta lo que no quieras escribir. Lo que te resulte más difícil. Sin máscaras. Lo que te duela”, cuenta el narrador que “le escupió una vez”. Y de aquel consejo del hombre a quien nadie tenía en cuenta, acabó por tejerse este relato arriesgado, de zozobras y desgarros, sobre la difícil búsqueda de la identidad. Ahí encontrará el lector el nervio de la lectura.