“Esta es la receta: Primero, hierves la corteza de pino todo el tiempo que puedas para eliminar las toxinas (mucha gente hacía mal este paso y moría entre tremendos dolores); luego se añade algo de harina de maíz y se cuece el funesto brebaje; finalmente se deja enfriar, se le da forma de pastelito y se come”. Estos consejos sobre alimentación desesperada los recibía el protagonista de este relato autobiográfico, Masaji Ishikawa (1947), en el pavoroso lugar a donde su padre le arrastró con su madre y hermanos en 1960.
Al leerlo, volvieron a mi mente las historias que me contó, en un viaje a Angkor Wat, en Camboya, hace más de 20 años, un joven guía. En su caso se trataban de unas raíces, pero las figuras hambrientas y torturadas en los campos yermos, la gente desesperada y aterrorizada viendo morir de inanición a sus hijos es la misma. Y eso es lo terrible: historias similares pueden escucharse en todos los países que tuvieron la desgracia de vivir bajo un experimento socialcomunista.
Masaji Ishikawa era el hijo mayor de un coreano del Norte que fue llevado como trabajador esclavo al Japón y tuvo la disparatada idea de volver al país de sus antepasados con su mujer japonesa y sus hijos, víctima de la propaganda de un reasentamiento organizado por ambos países bajo los auspicios de la Cruz Roja, entidad culpable de su infortunio en su irresponsabilidad y su atroz indiferencia.
No era el “paraíso” que les habían descrito los apóstoles del régimen de Pyongyang, sino un lugar de miseria, hambre, abandono y enfermedad que acabó con la vida de miles de incautos. Su desembarco en un puerto lóbrego y helado les dejó claro de inmediato que aquellos moradores del “paraíso” eran infinitamente más pobres de lo que habían sido ellos en Japón. Corea del Norte, un país que conoció el canibalismo cuando la peor hambruna, la de entre 1995-1997, año en que la hermana de Ishikawa y sus dos hijos murieron de hambre poco después de su huida a través del río Yalu. Todo esto estaba pasando en la segunda mitad del siglo XX, y no sabemos cuáles son sus actuales condiciones de vida.
No solo las promesas eran falsas, sino que se encontraron con un mundo hostil que no les reconocía como ciudadanos ni siquiera del ínfimo nivel de sus propios nativos. En Corea del Norte estaban de nuevo en lo “más bajo del último peldaño del escalafón”. En el impresionante libro The Cleanest Race, del analista político y editor de The Atlantic B. R. Myers, podemos entender el porqué de esa discriminación, causa segura de la muerte de la madre de Ishikawa en 1973. La preocupación por “el linaje puro”, la condena continua a sus vecinos del Sur, más abiertos a una sociedad multirracial “que podrían diluir incluso la línea de sangre de nuestro pueblo”, son recurrentes en el país del delirio de Kim Il-sung.
La derrota japonesa en la Segunda Guerra Mundial dejó a 2,4 millones de coreanos varados en Japón, país que no le iba a zaga a Corea en cuanto racismo. La pobreza de este colectivo derivaba de su flagrante discriminación, así que era terreno abonado para que esos náufragos sin tierra concibieran esperanzas de un mundo mejor, más justo y que les recibiera como hijos. No era la ideología lo que les movió sino el orgullo del nacionalismo. “Desde mi punto de vista, dice el autor, había poca diferencia entre un movimiento socialista, un movimiento nacionalista y una reyerta brutal en el mercado negro. Todos… eran pobres. Sólo querían reafirmar su existencia. Y eso suponía luchar para obtener algún tipo de poder”.
Fue una emigración masiva, de las más importantes de la segunda mitad del siglo XX. De hecho, era la primera vez en la historia (y la única en realidad) que tanta gente de un país capitalista se mudaba a un país socialista. A pesar del desastre que supuso, este libro es el testimonio de alguien que nunca perdió la esperanza, logró escapar y contarlo.