En las páginas finales de este luminoso y pertinente El final de la aventura, que es, antes que nada, un afilado diagnóstico del rumbo equivocado de nuestra sociedad, el asesor político, crítico y ensayista Antonio García Maldonado (Málaga, 1983) apunta que durante la psicosis predictiva que ha acompañado a toda la pandemia del coronavirus, “no había ningún arcano que ningún oráculo pudiera desentrañar para nosotros consultando ni las tripas de un ave ni recurriendo al big data. Porque no podía haberlo, o, mejor, porque no debía haberlo. Asumir que podemos saber cómo serán las ciudades, o los empleos, o las casas, o las familias del futuro inmediato, es tanto como aceptar que nuestro papel en dicho futuro es nulo, en la medida en que, si se puede anticipar, es porque está prefijado”.
En esta frase resume las líneas principales de un ensayo que supone una elegía a toda una época (y una épica) de la humanidad, esa en la que aún existían aventuras, aventureros y parcelas del mundo ignotas, algo que cada vez nos parece más imposible. Estructurado en dos partes bien diferenciadas: “El final del Eureka!”, que actúa como análisis, y “Nuevos horizontes, que propone rutas de futuro; el también columnista se pregunta si estamos ante el siglo que marcará el final de la aventura, entendida como una empresa colectiva que aúna la búsqueda particular con el ensanchamiento del horizonte colectivo, y en cuáles de ellas podemos todavía embarcarnos.
Siguiendo el hilo de los últimos meses, afirma que en este panorama de incertidumbre: “cada pregunta y sus respuestas nos ensenaban, más que un vaticinio sobre el futuro, una clara insatisfacción con determinados aspectos del presente y del pasado reciente. Síntomas no tanto de cómo creemos que deben ser nuestras sociedades, sino del hartazgo claro ante algunas de sus realidades actuales”. Así, sin caer en el pesimismo y con un estilo que funde el rigor analítico con la tradición literaria y cinematográfica y la cultura popular, García Maldonado celebra los logros del progreso cuestionando su carácter de mito sagrado y nos impele advertir la necesidad de producir de forma efectiva nuestro futuro en lugar de predecirlo.