Albert Camus se ha convertido en una especie de santo laico. El sacerdote y teólogo belga Charles Möller le dedicó unas páginas extraordinarias en Literatura del siglo XX y Cristianismo, destacando su ejemplaridad como hombre y su compromiso como escritor. Sin llegar a ser “un mártir laico”, Camus entendió que su vocación literaria no era algo meramente estético, sino una forma de solidaridad con sus semejantes. Con solo treinta años, puso su pluma al servicio de Combat, el diario clandestino de la Resistencia contra la ocupación nazi. Corría el año 1943 y aún no gozaba del reconocimiento que más tarde le convertiría en uno de los grandes escritores de su tiempo, con obras maestras como El extranjero, La peste o El hombre rebelde. Su relación con Combat comprendió desde marzo de 1944 hasta junio de 1947. En ese período, escribió 138 editoriales y 27 artículos. Posteriormente, añadiría algunas piezas sueltas.
En sus inicios, Combat apenas tiraba mil copias. En 1943, llegó a las 250.000. En su primer artículo, Camus pedía a los franceses que se implicaran en la lucha contra los alemanes, movilizándose por “solidaridad del martirio”. Fiel a Charles de Gaulle, símbolo de la Francia que no se resignaba al espectáculo de una sumisión vergonzosa, Combat no era un periódico de partido, sino un espacio de debate, donde confluían las distintas perspectivas de la Resistencia. Próximo al socialismo, se mostraba crítico con el marxismo y el cristianismo, pero siempre dispuesto al diálogo. Por sus páginas desfilaron marxistas como Sartre, liberales como Raymond Aron, pragmáticos como Malraux y cristianos como Mounier. Hasta ahora los artículos y editoriales que Camus escribió para Combat habían permanecido inéditos en castellano. María Teresa Gallego se ha encargado de traducirlos, logrando reproducir el estilo del autor de El extranjero, con ese timbre vigoroso, seco y conciso que ha soportado inmejorablemente el paso de los años.
Aunque han transcurrido setenta y cinco, los artículos de Camus no son simple arqueología de una época convulsa, sino un ejercicio atemporal de reflexión sobre las diferentes máscaras del totalitarismo. Nazismo y comunismo no son meras referencias históricas, sino tentaciones que siguen vivas, poniendo en peligro la libertad y la democracia. Camus nunca es tajante y no le cuesta rectificar, reconociendo sus errores de apreciación. Deplora que Estados Unidos haya arrojado bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, pero admite que tal vez fue un mal necesario. Bisnieto de españoles emigrados a Argelia, afirma que la lucha contra el fascismo empezó en España y no acabará hasta que la dictadura franquista sea derribada. Camus condena el trato recibido por medio millón de refugiados españoles internados en campos de concentración, citando el triste final de Antonio Machado. Cioran se burlaba de la cultura de maestro del autor de La caída y El mito de Sísifo. Su reproche no es infundado, pero no resta valor a su obra. Camus carecía de una formación filosófica sólida y no era un historiador, pero ese hecho imprimió mayor frescura y sinceridad a sus textos. No era un ideólogo. No pretendió serlo. Simplemente, se atrevió a pensar.
Camus entendió que su vocación literaria no era algo meramente estético, sino una forma de solidaridad con sus semejantes
Dado que en Combat Camus firma muchas veces con pseudónimo, su visión personal queda recortada por la urgencia de despertar a la sociedad francesa para hacer frente al Reich alemán. Apela a la dignidad y el coraje de la “Francia de siempre”, incapaz de aceptar la bochornosa claudicación de Vichy. No lo hace desde la subjetividad, sino desde un “nosotros” que se interroga retóricamente, intentando sacudir al lector. Aunque Camus sabe que términos como “libertad”, “justicia” o “democracia” no admiten un significado unidimensional, opta por un didactismo necesario en tiempos de guerra. Un escenario de violencia no consiente sutilezas ni disquisiciones teóricas. Hay que escribir para el momento, buscando el mayor eco posible, pues está en juego el futuro. Eso sí, no quiere incitar al odio. No hacen falta santos, pero sí “hombres justos”. Desde esa convicción, afirma con una inflexibilidad poco acorde con su temperamento que el que no está con la Resistencia está contra ella.
Oliver Todd, biógrafo de Camus, señalaba en Albert Camus. Una vida que el escritor acabó la guerra con la perspectiva utópica de sus compañeros de lucha. Después de tanto sufrimiento, había llegado la hora de la justicia social. No cabía invocar el realismo político para demorar los cambios necesarios. Lúcido y firme, Camus advirtió que los medios injustos, como la violencia revolucionaria, nunca conducirían a la utopía, sino a una opresión similar a la del fascismo. Si bien es cauto en su valoración de la Unión Soviética, afirma que el marxismo es una falacia, pues atribuye a sus tesis la condición de dogmas incuestionables.
Camus se muestra partidario de “una democracia popular y obrera” que garantice la libertad y la justicia, pero se opone a las rupturas traumáticas. No cree en la revolución, sino en las reformas graduales. Se anticipa a Churchill al afirmar que la democracia es el régimen político “menos malo”. Rechaza los mesianismos y los absolutos. Para hacer política hay que ser humilde. La prudencia no es épica, pero nunca conduce a las alambradas de los sistemas totalitarios. Pied noir, la situación de Argelia, colonia de Francia, le crea graves problemas de conciencia. Pide que se conceda la ciudadanía francesa a los argelinos. No tiene claro si es mejor la asimilación o la descolonización y ni siquiera después de recibir el Nobel en 1957 adopta una posición clara.
Estos artículos de Camus son un ejemplo del compromiso ético del escritor, donde lo esencial es la búsqueda de la verdad
Camus polemizó con el escritor católico y también premio Nobel François Mauriac, que pedía clemencia para los colaboracionistas, alegando que un ajuste de cuentas dejaría heridas que impedirían la superación del trauma causado por la ocupación. Camus respondió que en esta ocasión la exigencia de justicia se hallaba por encima de la caridad, justificando la pena capital. A pesar de eso, abogó por Lucient Rebatet y Robert Brasillach. Por el contrario, Sartre y Simone de Beauvoir exigieron que fueran pasados por las armas, algo que solo se hizo con Brasillach. En 1945, Camus cambió de postura, indignado porque la depuración se encarnizara con los peones y dejaba impunes a los gerifaltes. Su última colaboración con Combat es una petición de clemencia para dos soldados argelinos acusados de haberse pasado al enemigo.
Camus se negó a sumarse a los que insultaban y vociferaban. Refiriéndose a los religiosos que habían sido deportados a campos de exterminio, manifestó que siempre estaría del lado de los que, “fueren quienes fueren, dan testimonio”. Los editoriales y artículos que escribió para Combat son un ejemplo de ese compromiso ético, donde lo esencial no es la fidelidad a una ideología política, sino a búsqueda implacable de la verdad. Para Camus, la verdad no es un absoluto innegociable, sino una tensión permanente que no transige con la mediocridad y el conformismo. De ahí que siempre eligiera el camino más difícil, incluso cuando laceraba su alma.
Se sintió tentado por la figura de Cristo, pero entendió que el tormento de Sísifo reflejaba mejor el destino del hombre. Conoció la seducción del marxismo, pero lo repudió con firmeza. Prefirió reivindicar el derecho a convivir con la paradoja y la contradicción, recordándonos que pensar significar moverse y ese gesto siempre implica la posibilidad de dar un paso en falso. Camus fue una de las conciencias más lúcidas del siglo XX y podría ser un faro para el XXI, ayudando a que las lecciones capitales de la historia no cayeran en el olvido.