Si les preguntara qué tienen en común el hombre solitario y furioso, el hijo de minero, el hombre desencantado, el vagabundo obstinado, el optimista irredento, el poeta inmerso en la vastedad del desierto, el narrador obsceno que fue David Herbert Lawrence (Eastwood, Inglaterra, 1885 - Vence, Francia, 1930) con la mujer lúbrica y amoral, con la crítica de arte que narró la crudeza de sus aventuras sexuales y, en fin, con la intelectual libertina y fría que es Catherine Millet (Bois-Colombes, Francia, 1948), seguramente responderían que el vínculo que los une es la voluntad de indagar artísticamente en el deseo femenino. Curiosos y descarados, ambos autores exploran de qué modo el placer orgásmico y la insatisfacción del eros se entrelazan para darle a la mujer su fuerza emancipadora. Si dijeran esto, dirían bien.
Amar a Lawrence revela el interés común por hacer estallar los prejuicios burgueses y las normas sociales que atenazan a las mujeres, a través de la escritura de los cuerpos femeninos, una vocación que a Lawrence le supuso la censura de El amante de Lady Chatterley, una novela de 1928 que, sin embargo, no fue publicada íntegramente en Inglaterra hasta 1960. Él y la autora de La vida sexual de Catherine Millet coinciden en su gusto por describir el acto sexual con “una veracidad que aturde”, así como en concebir el sexo como algo “candoroso” que no tiene nada de malo.
Ambos autores saben que las palabras obscenas siguen siendo transgresoras porque forman parte del acto sexual mismo y Lawrence, por supuesto, quiere molestar y defender el derecho a la voluptuosidad; por eso escribe “sin prohibirse nada”. Millet realiza una lectura fresca y personalísima de la obra de Lawrence a través de la cual reflexiona en torno al deseo femenino: las aventuras eróticas de las heroínas del escritor inglés le sirven para mostrar al lector de qué modo los cuerpos gozosos ensanchan la experiencia del mundo. Pero no me gustaría confundirlos. Este texto no tiene nada de pornográfico. El alcance del libro va mucho más lejos porque la obra de Lawrence desnuda los cuerpos con la intención de acceder al diamante negro que se oculta en el centro del alma humana. Un viaje que la autora nos invita a emprender con ella, la mujer enamorada de D. H.
Como sucede con muchas historias de amor, nos cuenta Millet, su primer contacto con la obra del inglés fue decepcionante. Le pareció que su estilo era negligente, ridículo y excesivo: no le gustaban las repeticiones ni su “dejarse ir sin itinerario”. Tuvo que aprender a amarlo (este texto tiene su origen en un artículo por encargo) para comprender que su avanzar arbitrario en la escritura corría en paralelo a su nomadismo sin fin y que su huida hacia delante en la vida y en el texto era la manifestación de una libertad ruda y adorable, sin tabúes.
En 'Amar a Lawrence', Millet traza la vida y la obra del escritor de un modo admirable, para reivindicar la necesidad de recuperarlo
En Amar a Lawrence, Millet trenza la vida y la obra de Lawrence de un modo admirable, para reivindicar la necesidad de recuperarlo como novelista: “si actualmente no lo desdeñaran, ¡Lawrence debería ser considerado un maestro de la autoficción!”. Experiencia y ficción se confunden en Lawrence y tal vez por eso sus textos parecen una extensión de su cuerpo, como si literatura y experiencia de mundo fueran el anverso y el reverso de un mismo objeto. Él y su mujer Frieda, que había abandonado a su marido y a sus tres hijos para acompañar a Lawrence en su busca interminable de paisajes inhóspitos (“¡Odio y aborrezco formar parte de cualquier forma de sociedad!”), son con frecuencia el trasunto de sus personajes: las infidelidades de Frieda, su estancia en Australia, los paisajes mineros de la infancia del poeta.
Pero además de las anécdotas más íntimas, nos cuenta Millet, Lawrence reflejó en su obra las preocupaciones propias de su época: el fracaso de Europa, la Primera Guerra Mundial, los soldados tullidos y desencantados, el desarrollo industrial, la progresiva esclavización de los obreros… La escritora francesa toma estos elementos para reflexionar también acerca de la masculinidad, de los anhelos y los miedos de los hombres, de sus deseos íntimos y de su derrota política y social: “Los hombres de mi generación están rotos. Se quedarán donde están hasta pudrirse”, sentenció D.H. en 1926.
No es extraño que Lawrence y Frieda vivieran en perpetuo movimiento en busca de paisajes inhumanos y desiertos deshabitados o, en palabras del propio autor, “no tener casa ni techo ni hogar ni patria”. Construyeron una sociedad utópica casi siempre de dos y D. H. pudo, de este modo, dar rienda suelta a su vocación de fundirse en la naturaleza, de abandonarse a la tierra virgen en una desnudez anterior a la era del carbón. Como recuerda Millet, fue amado por sus versos, unos versos que también yo adoro, versos capaces de sumergir al lector en una naturaleza sensual y salvaje, benéfica y atroz.
Del mismo modo, los héroes y las heroínas de sus novelas están, casi siempre, en estado de fuga. Como afirma la autora, la búsqueda de un yo interior y la voluntad siempre de estar en otra parte son dos características fundamentales de la vida y de la obra de Lawrence. Por eso lo ama ella, por eso lo amamos nosotros.
La biógrafa penetra en la literatura de D. H. sin el fuego de las mujeres enamoradas. No importa. Es el poeta quien prende fuego a estas páginas
Catherine Millet afirma que “el interés intelectual entraña una especie de atracción sexual”, y de ahí el título del libro. Con estas pistas, podría pensarse que este ensayo es húmedo y cálido, íntimo y apasionado y, sin embargo, no lo es en absoluto. Millet escribe con un escalpelo porque su afán es el de la disección. Su estilo es frío y distante, exacto y minucioso porque quiere, y lo consigue, defender la vigencia del autor inglés. Convoca voces, maneja cartas, artículos y novelas y analiza una cantidad ingente de estudios y referencias porque sospecho que el amor no le interesa más que como forma de conocimiento y de acceso a lo que permanece oculto, al diamante negro del que hablaba al principio.
Este libro quiere iluminar y lo hace muy bien. La luz que arroja es impecable; tanto, que no tiembla. La escritora francesa es exacta, pero no emociona. Y lo cierto es que no importa porque es Lawrence quien perturba con su personalidad irascible y pura, con su capacidad para entender a las mujeres y escribirlas sin tapujos.
Los fragmentos que la autora selecciona para respaldar sus argumentos son hermosos y exuberantes, conmovedores, duros. Les confieso que tras leer este libro sentí un deseo inaplazable de echarme a las calles, de entrar en las librerías y de hacerme con la obra completa del escritor inglés. Mi plan es buscar un rincón a la orilla del agua donde devorarla. Y, antes o después, como las heroínas de su novela Mujeres enamoradas, desvestirme y correr desnuda entre los árboles.
Catherine Millet penetra en la literatura de D.H. sin el fuego propio de las mujeres enamoradas y explora sin ardor su vida. No nos importa. Es el poeta quien prende fuego en las páginas de este ensayo porque, como nos recuerda su autora, incluso “cuando ya escupía sangre, Lawrence conservaba un inalterable deseo de vivir”. Ojalá que Amar a Lawrence sirva para que, con nuestra lectura, regrese una vez más a la vida, y pueda celebrarla de nuevo.