El aroma y consistencia de esta novela póstuma de Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, 1943 - Fontrubí, 2020) son clásicos: la estructura perfecta de la trama y de las frases, el hilo conductor de una familia cuyas ramificaciones se dispersan por el continente, el tono sobrio que la define… Todo, al servicio del contraste entre agonía y esperanza que la vertebra desde el título, con esa combinación de una arquitectura diseñada por el hombre en medio de una desolación natural que escapa a nuestro control. Solo que la propia novela recuerda que los frutos de la civilización a veces están podridos y otras son espléndidos, del mismo modo que la aparente terribilidad del paisaje desértico esconde un ecosistema complejo con sustratos nutricios.
Una dimensión simbólica de la atmósfera y de las acciones que acaba imponiéndose en la memoria de este lector, aunque también impresiona la construcción de un ambiente y unos personajes ambiguos, duros, a menudo equivocados en sus decisiones, pero que merecen la posibilidad de una redención. Y es curioso que el clasicismo al que he aludido encuentre su centro de gravedad en una imagen tan recurrente en el arte y la especulación ensayística contemporánea como la basura y su reciclaje, o que ese mismo tema permita a la novela pasar por reivindicación ecologista (puede serlo hasta cierto punto, siempre al margen de agendas políticas).
Dos pinceladas del argumento: un prometedor ingeniero se desplaza con su esposa a una región desértica del sur para dirigir una planta de tratamiento de residuos financiada por un empresario holandés. A medida que el negocio decae, empiezan las prácticas ilegales con materiales tóxicos imposibles de gestionar sin amenazar la salud tanto de las personas como del territorio… Una casa en el desierto sigue la historia de ese ingeniero, la de sus cinco hijos y la de Dimas, un trabajador que establecerá una relación compleja con todos ellos.
De prosa férrea y seguro estilo, esta novela memorable parece llegada de otro tiempo sin sonar por ello anacrónica
Es una galería de tipos espléndida, en la que destacan el atrevimiento de Raquel, las ambigüedades del ingeniero Atance, la inteligencia sutil de Dimas. Pero sobre todo nos atrapan las dinámicas de sus lazos, los ciclos de acercamiento y alejamiento que experimentan, o de comprensión e incomprensión, y el modo en que la familia recae sobre el individuo a modo paradójico de origen y destino, etiquetando y definiendo a sus miembros. Y bien, ya hablé antes de “clasicismo”, ¿verdad?
La seguridad que exhibe el estilo, con una prosa sin miedo a detenerse en explicaciones minuciosas de los gestos, actividades o movimientos de sus protagonistas, es lo que más sorprende en este libro que, en parte, parece llegado de otro tiempo, fuera del actual panorama narrativo, fuera incluso de lo que siguen haciendo los compañeros generacionales del autor. Es una prosa férrea, limpia en su articulación. En estas páginas todavía se lanzan “torvas miradas”, y sin embargo no hay anacronismo para un lector de 2021, porque la coherencia artística es constante, deliberada y natural al mismo tiempo (como una casa con plantaciones que sobrevive en el desierto).
Suele identificarse a Javier Fernández de Castro con Juan Benet y Rafael Sánchez Ferlosio, dos herencias que aquí se intuyen, aunque no de un modo tan explícito como quepa suponer: el fraseo no es el de ellos, la densidad es menor; en cambio, la distancia justa desde la que habla cada narrador, la exactitud del lenguaje, cierta extraña atemporalidad que sirve para narrar, precisamente, el tiempo… Todo ello se inscribe en esa tradición, claro que con carácter propio. El resultado es una novela memorable.