Casi todos los poetas, los grandes incluidos, disfrutan de una época de plenitud —de esplendor en los casos afortunados— y caen luego en una honrosa rutina tanto expresiva como temática que, sin desmerecer de lo antecedente, añade poco a sus logros mayores: el eco de algo.
Hay, no obstante, algunos poetas privilegiados que mantienen la excelencia a lo largo de toda su obra, sostenida en una indagación indesmayable en los recursos retóricos y en las variaciones temáticas esenciales. Entre esos poetas privilegiados se cuenta José Manuel Caballero Bonald, que en sus últimos libros poéticos mantuvo el ímpetu creativo propio de un autor joven: esa compulsión por atestiguar desde una posición de rebeldía ante las convenciones sospechosas, ese inconformismo de fondo ante la vida por puras ansias de más vida…
Se trata además de libros que manifiestan una fe inquebrantable en el poder de la poesía como testimonio de una conciencia, de una conciencia alerta ante sus propios vaivenes y espirales: la voz que logra explicar lo que de antemano no tenía explicación, la indicación de un espacio en el que las palabras y los conceptos se alían no para revelarnos una verdad, sino para ofrecernos algo más importante tal vez que la improbable verdad misma: la comprensión de nuestras dudas esenciales. La nebulosa, en suma, modelada.
A unas alturas de vida en que muchos consideran haber dicho cuanto querían decir o se limitan a ensayar variaciones sobre lo ya dicho, Caballero Bonald apostó por nuevas búsquedas, tanto morales como estilísticas: que las palabras no sólo dijesen más de lo que decían, sino que también supieran callar para fortalecer su enigma, para estimular en el lector la exploración de esa zona de sombra que existe siempre al fondo de todo buen poema, ya que en todo buen poema suele producirse un equilibrio portentoso y difícil entre la evidencia y la sugerencia, entre lo explícito y lo inefable. Y, por otro lado, el afantasmamiento progresivo de la identidad al diluirse en el tiempo: la identidad como recuerdo impreciso, como una especie de leyenda privada que acaba perdiendo credibilidad y ganando imprecisión a medida que pasan los años.
Tanto en sus novelas como en sus poemas, tanto en sus artículos como en sus prosas memorialísticas, Caballero Bonald sólo hay uno: no se trata de un escritor escindido en unos géneros, sino de un escritor que aplicó una moral estética insobornable a géneros diversos: el lenguaje literario como ejercicio de intensidad.
Esa fue su premisa, su convicción: jamás una escritura rutinaria y previsible. Siempre la artesanía sobre lo insólito, la búsqueda del giro inesperado, del adjetivo que no renunciase a la precisión pero tampoco a una ligera anomalía, para provocar así un leve desplazamiento de sentido. Siempre el verso rotundo, siempre la prosa con resonancia, siempre tensada la expresión.
Cada palabra medida, en fin, y potenciada a la vez, unida al ofrecimiento de una meditación articulada a través de un discurso coherente y esplendoroso que, en su fondo, sugiere un caos de conciencia, la extrañeza del poeta ante sí mismo, el aturdimiento ante el milagro y la rareza del vivir.