“Dos años hablando con la muerte, acariciando su mano pringosa y temeraria”, resume la protagonista de Fármaco su experiencia traumática al final del libro. Ahí se halla su génesis: “escribí Fármaco porque no podía pensar en nada que no fuera morir”. En tal labor, agrega, “me han inspirado las psicofonías de mi mente”. El motivo de ese trabajo de escritura ha sido un grave trastorno mental, una “depresión mayor endógena” cuyo proceso de catarsis detalla. Estamos, por tanto, ante un relato de la enfermedad sostenido sobre una modalidad narrativa de moda, la autoficción. La también narradora se identifica con la propia autora: se llama como ésta, Almudena, y es autora del libro de relatos La acústica de los iglús.
La experiencia personal de la enfermedad admite múltiples modalidades expresivas. Hace poco, Sergio del Molino montaba en La piel una compleja trama narrativa que, a partir de una lacerante psoriasis, recreaba un extenso mundo. En las antípodas de tal acción novelesca plantea Almudena Sánchez (Mallorca, 1985) la narración de su vivencia: se atiene a un estricto intimismo y disgrega el contenido anecdótico en un repertorio de pequeñas secuencias autónomas.
El intimismo de Fármaco apenas hace concesiones a la realidad de la calle. Se centra en Almudena con autobiografismo meticuloso. Enumera otras dolencias añadidas: un cáncer y una operación de ovarios, el bruxismo, la ansiedad por comer, las alteraciones drásticas de peso, la deficiente maduración personal, los impulsos suicidas, la medicación y sus efectos, el miedo suscitado por la enfermedad, el dolor y el sufrimiento. Completan estos daños la actividad privada: la terapia con el psiquiatra, referencias inconcretas a las relaciones de pareja, el trabajo como escritora o el cuidado de una niña.
Pese a ciertos excesos, Sánchez firma en 'Fármaco' una emocionante y convincente crónica literaria del dolor y la desazón
El retrato conjuga un doble punto de vista, la evocación retrospectiva desde los 33 años actuales de la protagonista y la impresión de inmediatez sobre su trastorno mental. Pero no se hace a la manera de un relato orgánico sino mediante una fragmentación impresionista y condicionada por estímulos aleatorios. Los breves apartados presentan los datos y se complementan con una serie de mínimas “pesadillas” y “retuits”. Queda, así, a cargo del lector reconstruir la imagen global de la protagonista.
Este planteamiento supone un considerable acierto formal dada la gran peculiaridad de su trabajo que ella misma reconoce: no escribe en un grado habitual de lucidez sino subordinada a un fuerte tratamiento con antidepresivos. Ello exige o al menos propicia una escritura visionaria y onírica que se aparta de la argumentación racional y de la explicación lógica y se acerca a la creatividad psicodélica típica de la Generación Beat o a la imaginería del arrebato místico. Por eso Fármaco hace un gran despliegue de metáforas, alegorías, alusiones extrañas, asociaciones misteriosas o ilusiones psicológicas.
Este planteamiento está tan lleno de posibilidades como de peligros, y de lo uno y lo otro da prueba Sánchez. Su prosa brilla a veces con imágenes de sorprendente originalidad, con novedosas comparaciones y vislumbres poéticos. Pero tampoco faltan símiles vacíos de sentido sin que los pueda justificar una inspiración irracional. Peca la autora, además, de un gusto por el énfasis reiterativo. Si Sánchez hubiera limado estos excesos habría redondeado una emocionante y convincente crónica literaria del dolor y la desazón que, además, no resulta un simplificador y penoso relato del sufrimiento. Al contrario, su final contiene una vigorosa proclama de fe en la vida y de superación de la adversidad