La vida pequeña. El arte de la fuga
J. Á. González Sainz
Anagrama. Barcelona, 202. 208 páginas. 17,90 €. Ebook: 9,99 €
Una percepción apresurada de La vida pequeña invita a pensar que J. Á. González Sainz (Soria, 1956) actualiza la sobada contienda de la modernidad entre apocalípticos e integrados. Y que él busca expresar su rigurosa adhesión a aquéllos con firme severidad. Algo, o mucho, hay en su libro de rechazo frontal de una cultura de masas entontecedora, pero es solo parte de un discurso subjetivo, aunque de solidez analítica y argumentativa, a favor de los valores humanos sustanciales. Su escritura radical se dedica a proclamar principios constitutivos de nuestra especie que el mundo actual, la civilización tecnológica, ha marginado, deturpado o corrompido. O directamente mandado a la mierda, por decirlo con una expresión que refleja tanto el ánimo belicoso del autor así como la peculiar fraseología que utiliza.
La denuncia de la modernidad —o la posmodernidad— es el motor de las reflexiones de González Sainz, pero no su único fin. También es el motivo a partir del cual indaga en una alternativa humanística esencial. Su propuesta no es en sí misma novedosa, aunque sí valiente y aun osada en nuestros días. En perspectiva histórica, el autor reverdece el luisiano beatus ille, casi como una paráfrasis o celebración del “dichoso aquel” que en su versión logra la plenitud espiritual en el retiro campestre, en la vida sencilla y en el alejamiento de los afanes materiales.
González Sainz construye un estimulante relato en contra de la modernidad que da mucho que pensar
Mas no lo sustenta en teorizaciones abstractas. Lo hace a partir de concretos y menudos aspectos de la vida: la apreciación del silencio, la proximidad de la naturaleza, los placeres elementales y puros, la mirada limpia, la inclinación a la huida o a esconderse, la búsqueda del asombro o la gustosa comunión espiritual con las letras. Todo ello serán opciones que permiten practicar “el arte de la fuga”, el apartamiento del mundanal ruido expresado en el alegórico subtítulo del libro, que el escritor corrobora con su propia experiencia.
La relativa poca importancia del sostén especulativo de La vida pequeña se confirma en el peso de los referentes culturales, en gran medida poéticos y nunca doctrinales. Al margen del imprescindible Montaigne, con quien nuestro autor mantiene uno de los más largos diálogos del libro, aparecen Hölderlin, Machado, Nietzsche, Claudio Rodríguez, y apuntes subjetivistas, no discursivos, de Séneca, Rousseau o Handke. Pero la larga sombra mayor sobre el libro es la de H. D. Thoreau. Guarda una sintonía completa con Walden o La vida en los bosques. Al igual que en el norteamericano, el retiro del mundo de González Sainz quiere vivir una vida auténtica, saber que vive y prescindir de lo que lo impida. Ello implica el ascetismo absoluto que permea todo el libro.
Las ideas son lo primordial, pero el autor no olvida que todo texto también es forma. La vida pequeña tiene un soporte autobiográfico, unas cuantas pinceladas que dan veracidad argumental a la exposición sin caer en la hipertrofia del yo tan frecuente y molesta en la prosa vivencial de nuestros días. Ese discreto yo posee una vibración unamuniana (incluso en las cursivas que enfatizan los conceptos) propicia a la paradoja a la que se añaden humor e ironía y un juego verbal fecundo basado en el contraste que proporcionan los reiterados coloquialismos, vulgarismos y frases hechas. Esta fibra comunicativa convierte este original texto moral, un tanto moralista también, y de palmaria intención suasoria, en un estimulante relato que da mucho que pensar.