La verdad, dice Agustín Cerezales, es que, cuando piensa en su madre, la legendaria autora de Nada, también le viene a la mente un olor, “el de un pinar tras la tormenta, aquello que ella amaba, con ese amor suyo, contagioso. También la veo adentrándose en el mar, hasta muy lejos, y yo muy preocupado, en la orilla…”. Por otra parte, su último recuerdo “podría ser el primero. Su mirada, de una intensidad prodigiosa. Te miraba y te leía por dentro. Y se sonreía discretamente. Por un lado, era muy severa, no admitía apaños, sentías que sólo admitía la verdad. Por otro, era indulgente, comprensiva”.
Nacida en Barcelona el 6 de septiembre de 1921, la próxima semana la escritora hubiese cumplido cien años, y su hijo le rinde homenaje con El libro de Carmen Laforet. Vista por sí misma (Destino) en el que reúne diversos fragmentos de Carmen Laforet (1921-2004) sobre su infancia, el amor, la naturaleza, la libertad y el ser mujer.
Destinados muchos de ellos a formar parte de un libro con los recuerdos “fantasmales” de su infancia, la propia Laforet no pudo llevarlo a cabo porque “empezó a sufrir una dolencia neuronal muy temprano, a mediados de los años sesenta, que acabó reduciéndola al silencio. Fue una lucha larga y muy dura, aunque jamás se dio por vencida. Dejó borradores de esos ‘fantasmas familiares’, eso sí. Para mí, tan entrañables como divertidos, veinte o treinta folios”, explica Cerezales.
Recuerdos fantasmales
Ahora, al hacer balance por el centenario, el narrador comenta que su madre “literariamente no encaja en ningún molde. Era novelista, pero no lo entendía como una profesión o una carrera. Es novelista como un poeta puede ser poeta, irremediablemente. Su obra es diáfana y a la vez insondable. No pretende innovar, no busca efectos, pero ilumina territorios inéditos e intemporales, en los que nos descubrimos a nosotros mismos… Es novelista con toda humildad, atenta al tiempo y al tempo, a la realidad social, al paisaje, a la psicología de los personajes, etcétera. Quiere, y consigue, entretenernos, pero a la vez nos sitúa en una perspectiva inédita, y nos lleva hacia lo más profundo de nuestro ser”.
Dotada, como su abuela, con el don de la amistad, “se daba al amigo con los ojos cerrados. Para ella esta amistad era el mejor regalo de la vida, el bien más preciado. Aunque la entendía, eso sí, como una relación plenamente libre, sin ataduras, ni mentales ni físicas. Tenía un gran respeto por el fuero de cada cual, nunca pretendía inculcar nada, ni gustos ni ideologías, salvo ese mismo respeto. Eso sí, compartía y transmitía. Yo no puedo leer un romance sin oírla a ella, con todos los matices de su voz,
de su interpretación. Sigue siendo un placer muy grande para mí”.
"Su criterio al escribir era que la narración fluyera con naturalidad, que pudiera leer su propio libro sin tropezar… Confiaba en su instinto, sin obediencias estéticas"
En cambio, a su madre no le gustaba demasiado hablar de sus novelas. Tampoco “quiso nunca corregir ni cambiar nada de una novela suya, ni siquiera se preocupaba por una errata del editor. Antes de publicarlas las trabajaba muchísimo, hasta la extenuación; después, más o menos las olvidaba. Sus correcciones o sus reescrituras no iban en el sentido del estilo o de la corrección gramatical. Creo que su criterio era que la narración fluyera con naturalidad, que los personajes actuaran por sí mismos, que ella pudiera leer su propio libro sin tropezar… No sé, creo que confiaba en su instinto, sin obediencias estéticas”.
Nacido en 1957, esto es, trece años después de que Laforet asombrase a lectores y críticos con Nada, Cerezales no recuerda haber hablado nunca de esta novela con ella, quizá porque, como la propia Laforet solía decir, de sus novelas la preferida era siempre la última.
La cordillera Laforet
“A todas les encontraba defectos, y a la vez las asumía plenamente. A mí me pasa lo mismo. Tengo especial cariño a La isla y los demonios; quizás sea la mejor, como opinaba Bergamín, pero entiendo que La mujer nueva es fundamental, de una riqueza y una complejidad increíble, y desde luego, La insolación es otra cumbre. Y Nada… Podríamos ver sus novelas como una cordillera, cada una es autónoma, en todos los sentidos, formal y sustancialmente, y a la vez todas están conectadas, forman un mundo propio, trabado y coherente”.
“La fama le llegó de pronto y tuvo que aguantar las envidias y la impertinencia, adobadas de misoginia”, explica su hijo
Con todo, y aunque no le preocupaba la posteridad, “o no quería que le preocupase”, era muy consciente de su propio valor: “Sí, era demasiado inteligente y demasiado lectora como para ignorarlo. Le fastidiaba, eso sí, la fama en el sentido idiota que se entiende tantas veces. Y que confundieran su vida con su obra. La fama le llegó de pronto, y tuvo que aguantar las envidias, la impertinencia, en su caso adobadas de misoginia, etc. Ahora ya nada de eso tiene importancia y en su momento creo que, en el fondo, tampoco.”
Desde esa insobornable libertad, solo quiso darle un consejo: “que no dejara que nadie me dijera cómo ni qué tenía que escribir. Gracias a eso puedo presumir de mis errores, que son sólo míos”, subraya su hijo Agustín, para quien está muy claro que Nada abrió un camino, “que cada uno interpreta o recorre a su manera. Todos le debemos algo a nuestros predecesores. Como suele decirse, viajamos a hombros de gigantes”.