Aprisionado el último Manuel Vilas (Barbastro, 1962) en el ámbito confesional y familiar, da un giro notable a su obra con Los besos. El cambio parece indicar el nacimiento de un proyecto narrativo bastante diferente a lo anterior, aunque sin romper del todo ligaduras destacadas. Volvemos a encontrar querencias muy suyas: los padres, el tema de España, la presencia de la literatura, los coches o las referencias musicales (ha de notarse que aquí el popular Franco Battiato desplaza al jazz y el rock).
En Los besos, Salvador, maestro recién jubilado a causa de un problema psicológico —enmudece ante los alumnos en el aula— se recluye en un pueblo de la sierra madrileña, Sotopeña, donde ocupa una agradable cabaña en medio del monte. Aquí conoce a la empleada de una tienda de comestibles, Montserrat. Muchas cosas les separan: él soltero, meditabundo, contemplativo y de 68 años; ella, de 45, activa, resolutiva, divorciada y madre de un hijo. Sin embargo, entre ambos se establece una tórrida relación sentimental. El idilio dura cuatro meses y medio desde el día anterior al estado de alarma sanitaria y no sale del entorno campestre salvo una breve excursión a la playa.
La anécdota externa de Los besos, confinada en un medio cerrado e intimista, apenas cuenta, pues, más que como percha en la que colgar diversos contenidos. A falta de acción, el protagonista regresa desde la madurez a su juventud estudiantil en 1981 y recupera una aleccionadora historia con un condiscípulo. A la vez el relato se llena de pensamiento y hace un auténtico derroche de reflexiones encastadas en una constante y fervorosa pirotecnia conceptual. El gran motivo del libro es el amor y el erotismo, esencia de la vida hacia la plenitud existencial. La pasión se convierte en el vehículo que redime a la especie de sus limitaciones y en el medio de vencer a una entidad misteriosa, abismal, la Oscuridad, una asechanza que designa peligros del mundo que no comprendemos. Establece Vilas un paralelismo con el Quijote (renombra Altisidora a Montse) y en esa asociación fija la cara positiva de la realidad. A Salva le cuadra su tesis: “El Quijote es un loco que afirma la vida”.
A pesar de una cansina sensación de manierismo estilístico, los besos es una novela muy atractiva mediante una buena asociación de ideas
De la percha argumental pende también un racimo de observaciones y opiniones producto del caviloso y contradictorio Salva. Con gusto por la paradoja y en el límite de la ocurrencia, se hace un repaso de dispersos asuntos: la identidad; la crisis de las naciones y su inexorable desaparición; la falta de pulso de España y de la Unión Europea; el dinero; el saber clásico frente a la avasallante tecnología; la libertad individual; la preeminencia de la política sobre cualquier discurso…
El conjunto de ideas examinadas entrega un saldo negativo sobre la naturaleza humana y su deriva histórica, aunque no nihilista porque Vilas ofrece algunos lenitivos: la ilusión amorosa y el quijotismo más la belleza, reiterada palabra ómnibus de vago sentido con que se califican las más alejadas manifestaciones del mundo.
Semejante temario realista se aborda desde una peculiar artificiosidad expresiva. Salva trasmite sus retorcidas elucubraciones con un creativo pero peligroso idiolecto retórico y especulativo con sobra de ingeniosidades y jugueteos verbales en el límite de la pura greguería (“El agua bendita era el hidrogel medieval”). Bien está que se exprese así, pero cuesta aceptarlo en Montse. Además, resulta inevitable una cansina sensación de manierismo estilístico. Es un serio inconveniente de una narración muy atractiva donde Manuel Vilas alcanza la plenitud fabuladora mediante una buena asociación de ideas y autonomía imaginativa que bien puede considerarse una novela filosófica.