La nueva novela de Jonathan Franzen (Illinois, 1959) es la primera de un proyecto de trilogía, lo cual da motivo para la cautela. Las buenas trilogías rara vez se anuncian a sí mismas como tales desde el principio. En cuanto al título genérico de la serie, Una clave para todas las mitologías, puede ser un guiño a Middlemarch, pero también insinúa un hilo directo entre el autor y Joseph Campbell, Robert Bly o Tolkien. Pero vayamos a la novela en cuestión, un melodrama afable color mazapán sobre la década de 1970. Encrucijadas es más cálida que cualquier otra obra que Franzen haya escrito, más abarcadora en sus afinidades humanas, más grávida de imágenes e intelecto. Si he echado en falta algo de la mordacidad de sus anteriores novelas, da igual, porque esta ofrece poderosas compensaciones.
Este es un libro extenso, de casi 600 páginas. El autor hace sitio pacientemente al lento proceso de ascenso y caída de los personajes, al repique de sus temas y a un cargamento de acontecimientos —un accidente de tráfico, una violación, intentos de suicidio, adulterio, trapicheos con drogas, un incendio provocado— que van llegando poco a poco, como revelados por la luz del sol que se desliza progresivamente por una pradera.
La historia está ambientada en un suburbio de Chicago. En su centro se sitúan los Hildebrandt, otra de las familias del Medio Oeste características del autor —como los Probst de Ciudad 27 (1988), los Holland de Movimiento fuerte (1992), los Lambert de Las correcciones (2001) o los Berglund de Libertad (2010)—, sólidas en apariencia pero de frágiles cimientos. La temática religiosa tiene una fuerte presencia en la novela. En la ficción de Franzen, las familias son su propia forma de religión, con tantas opciones de salvación y purificación como de apostasía. Quizá el mayor peligro que entrañen sea el de equivocarse al juzgar la posición que uno mismo ocupa en ellas.
'Encrucijadas' es más cálida que cualquier otra obra de Franzen, más abarcadora en sus afinidades humanas, más grávida de imágenes e intelecto
El título hace referencia al nombre de un popular grupo juvenil de una iglesia local, pero tiene un segundo significado. El patriarca de la familia, Russ Hildebrandt, es también el idealista pastor asociado de la iglesia y un aficionado recalcitrante al blues que presta sus discos de Robert Johnson a una joven y adorable feligresa que ha enviudado y con la que le gustaría acostarse. (Russ está casado). La leyenda de Johnson es bien conocida: el músico se encontró con el demonio en el cruce de las autopistas 49 y 61 en Clarksdale, Mississippi, y le vendió su alma a cambio del dominio de la guitarra. A lo largo de la novela, todos los personajes principales —Russ, su mujer, Marion, y tres de sus hijos, Clem, Becky y Perry— sufren crisis de fe y de moral. Se encuentran en sus propias encrucijadas y sopesan lo que el diablo tiene que ofrecer.
La crisis de Russ, que ha padecido diversas humillaciones profesionales, es de autenticidad. En su juventud, Russ se había manifestado con Stokely Carmichael y había ayudado a acabar con la segregación en las piscinas de su ciudad. Sin embargo, en su iglesia suburbana teme ser “un parásito de nuestros días, un fraude. Le dio por pensar que todos los blancos eran un fraude, una estirpe de espectros parasitarios, y él el que más”. A sus hijos les inspira cada vez más repulsión. Clem le pregunta: “¿Tienes idea de lo embarazoso que es ser tu hijo?”.
Como ocurre a veces con el propio Franzen, si no en sus textos, sí en la escena pública, Russ es tan intolerable y tan poco seductor, parece hasta tal punto una aparición desaliñada salida de una época anterior, que da la sensación de estar al borde de la redención, a punto de pasar al otro lado. La situación cultural de Franzen a lo largo de las últimas décadas me recuerda al comentario que Orson Welles hizo a Kenneth Tynan: “Mi problema es que rezumo abundancia. Soy la imagen del éxito. Cada vez que los críticos me ven, se dicen: ‘Ya es hora de que lo quiten de en medio. Le ha ido demasiado bien durante demasiado tiempo’, pero no ha sido así”.
Los hijos de los Hildebrandt son todos buenos chicos, o eso parece al principio. Pero resulta que Clem, que se fue a la universidad, vuelve con noticias (se ha presentado voluntario para luchar en Vietnam) que hieren profundamente a padre, que es un pacifista. La puritana Becky, reina de la vida social del instituto descubre las degradaciones contraculturales del sexo, las drogas y el rock, si bien no ese orden. El pequeño Perry es un superdotado inadaptado que trapichea con drogas, una especie de bola de bolos que rueda a toda velocidad hacia un objetivo desconocido.
Franzen ensarta las historias con tanta calma y destreza que en ocasiones parece que va a gran altura en piloto automático, casi como Updike
Franzen ensarta estas historias y sus tributarias con tanta calma y destreza que en algunos momentos puede parecer que va a gran altura en piloto automático, casi como Updike. El personaje que libera toda la fuerza de la novela—uno de los más espléndidos de la ficción estadounidense reciente— es Marion, la mujer de Russ. En su primer encuentro con el lector es un adefesio, alguien prácticamente insignificante, la esposa con sobrepeso de un pastor. Russ, que recuerda a Atticus Finch o a un joven Charlton Heston, se avergüenza de ella y de su “pelo lamentable, de su inútil maquillaje”.
El escritor empieza a retirar metódicamente las capas de su vida, desconocidas para su familia, retrocediendo hacia el pasado: los meses que pasó en un hospital psiquiátrico cuando era una veinteañera, su aventura destinada al fracaso con un vendedor de coches casado, un aborto solo posible por la gracia de un hombre que la viola repetidamente. A mitad de la novela, Marion despierta. Se da cuenta de que “era una madre de cuatro hijos con el corazón de una chica de 20 años”. No es buena persona, se dice a sí misma. Miente; roba joyas. Más avanzada la historia, desinfla lo que queda de la vanidad de Russ. Marion puede parecerse a un personaje de la ficción de Muriel Spark, una chica frustrada con escasos recursos que se convierte en heroína contra todo pronóstico.
La imagen que proyecta Franzen en nuestra vida lectora es como una balsa que se inunda a intervalos de unos ocho años. En esta ocasión, la balsa está atravesada por rutilantes destellos de luz. La siempre certera Flannery O’Connor hablaba del “momento de gracia” que aparece en muchos de sus relatos, “un momento en el que se ofrece y, normalmente, se rechaza”. En la novela de Franzen abundan estos momentos. Su historia trata de las pruebas vitales que la mayoría de nosotros tememos que no vamos a superar. “Era extraño que la autocompasión no estuviera en la lista de pecados mortales”, reflexiona Russ. “No hay nada más mortal que ella”.