“En España, el cutrerío es tan importante como la gastronomía o Buñuel” sentencia el escritor y periodista Alberto Olmos (Segovia, 1975) en este bienhumorado y lúcido viaje plagado de nostalgia y humor a las raíces más definitorias de nuestra sociedad. Un ADN cutre que, como defiende en este ensayo “es la tradición más esencialmente española”. Del gotelé al bar de barrio —con chapa de cinc y nombres como Maycar o Feyte, formados con las primeras sílabas de los de sus dueños—, de las verbenas a las casas de veraneo ancladas en el tiempo, de la Movida al cine quinqui, las papelerías de toda la vida o los sofás de escay con monedas perdidas dentro, el autor recorre esa cara amable y simpática de un concepto que además de agrupar buena parte de nuestra cultura popular, es también “una filosofía, un modo de estar en el mundo sin servidumbres ni competiciones, ajeno a las modas tecnológicas y al consumismo”.
Nada haya en el discurso de Olmos del sentido peyorativo de una palabra cuyo endiablado origen rastrea hasta el francés crôute, que quiere decir costra, y que rápidamente se ocupa en diferenciar de muchas otras a las que suele asociarse. Así, cutre no es cañí, ni cursi, ni rancio, ni hortera, ni, desde luego, rústico, aunque en muchas de ellas puede haber algo cutre. Y lo que nunca será es kitsch, pues como explica Olmos, “lo kitsch sería cutre si lo cutre se siguiera fabricando. Pero en lo cutre hay, sobre todo, una gran pereza fabril, una suerte de reciclaje sin aspavientos ni ánimo proselitista, y, por supuesto, nula intención de proponerse mejor o algo que uno no es o en sintonía con moda alguna. Lo cutre no es kitsch porque lo kitsch no desea parecer pobre, sino boyante y distinguido. En uno es necesario tener dinero, en el otro es imprescindible no gastarlo”.
Plagado de nostalgia y humor, Olmos recorre en este ensayo la cara amable de lo cutre, “la tradición más esencialmente española”
Heredera de las estrecheces de la posguerra y cimentada en el éxodo rural y la configuración de la clase media en los años 50, 60 y 70, la estética de lo cutre estuvo a punto de extinguirse en los 90, cuando “todos queríamos ser desesperadamente europeos e internacionales”. Sin embargo, en el mundo del postureo actual, lo cutre es un nuevo valor, y representa, para el autor, que recorre esos lugares reales y de la memoria donde lo cutre pervive —el barrio, las fiestas populares, las casas de los abuelos…— “todo lo contrario a Instagram”.
Sin poder evitar explorar su veta polémica de columnista feroz, Olmos cierra el libro poniendo el foco tres casos prácticos y recientes sobre cómo se manifiesta lo cutre en el siglo XXI: la traición de Pablo Iglesias a su espíritu cutre, “la más dramática nunca vista”; la cutrez del artista, la bohemia del siglo XXI, sobre la que reflexiona a raíz de la desnudez sentimental que ejecuta Manuel Vilas en Ordesa, y el modelo cómico del humorista Ignatius Farray. Como condensa en un epílogo tan cutre que está escrito a mano, “lo cutre, igual que escribir a mano, es lento, torpe e imperfecto en un mundo donde todos queremos ser sofisticados y veloces”. Y por ello, concluye, debe ser un valor, pues “lo cutre siempre ahorra, es ecologista sin militancia, es anticapitalista sin hipocresía”.