El hombre de la bata roja

Julian Barnes

Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2021

336 páginas. 21,90 €. Ebook: 10,99 €

El problema de Picasso, escribía Julian Barnes (Leicester, 1946) con tono reprobador en su colección de ensayos Con los ojos bien abiertos, era que no pintaba cuadros; pintaba picassos. Tal vez haya sido la aversión del escritor a la autoparodia ‒a producir un barnes‒ lo que ha impulsado su frenéticamente variada trayectoria. Ha escrito una biografía cubista de Flaubert; una historia del mundo "en 10 capítulos y medio" (narrada, en parte, por una termita); historias de amor y de ficción policíaca (publicada con seudónimo); colecciones de ensayos sobre cocina; un ajuste de cuentas con su propia mortalidad; novelas enlazadas narradas desde puntos de vista rotatorios, y una memoria de la muerte de su mujer a través de una historia de la fotografía aérea.

No obstante, en el centro de casi toda esta obra se sitúa, un poco tímidamente, un personaje reconocible al instante. Recesivo, algo irónico y evasivo ("Creo que escribo sobre lo que significa ser inglés", dijo en una ocasión), que da vueltas sin parar a  su vida y, con mucha frecuencia, a su apego a una mujer carismática e infiel por naturaleza.

Ahora se une al reparto el exuberante Samuel Jean Pozzi, protagonista de El hombre de la bata roja, el nuevo libro de no ficción de Barnes y el tema de uno de los retratos más famosos de John Singer Sargent. En el cuadro de Sargent, pintado en 1881, Pozzi posa vestido con una bata de color rojo sangre; lleva barba, pero sutil y sugestivamente andrógino. Tiene una mano apoyada en la cadera, mientras que la otra cierra apenas el cuello de la prenda.

"Es viril, pero esbelto, y poco a poco, tras el primer impacto de la imagen, cuando muy bien podríamos pensar que lo importante es la bata, nos damos cuenta de que no es así. Más bien son las manos", escribe el autor. "Los dedos son el elemento más expresivo del retrato. Cada uno se articula de manera diferente: extendido, doblado a medias, doblado del todo. Si se nos pidiera que adivináramos a ciegas la profesión del personaje, podríamos pensar que se trata de un virtuoso pianista".

No es una biografía ni un relato histórico propiamente dichos, sino un remolino creciente de los escándalos, el arte, las teorías y las modas de la época

Pero no. Pozzi era cirujano, además de un ginecólogo bastante célebre que transformó su especialidad, escribió un influyente tratado y diseñó un innovador hospital. "Repugnantemente guapo", en palabras de la princesa de Mónaco, fue un libertino de cierto renombre ("un desastre moral", opinaba su hija), amante de Sarah Bernhardt. Esteta y cosmopolita, este nuevo personaje de la obra de Barnes era "una especie de héroe", en palabras del autor, un hombre de acción y apetito, querido por su energía, su curiosidad y su radiante alegría.

El hombre de la bata roja no viene acompañado de una descripción orientativa. No es una biografía ni un relato histórico propiamente dichos, sino un remolino creciente de los escándalos, el arte, las teorías y las modas de la época. A veces la narración viaja en compañía de Pozzi, para luego olvidarse de él por completo y retomar la historia del duelo y el dandi, del juicio a Oscar Wilde y del misterioso destino de la pierna derecha amputada de Bernhardt.

Contiene retratos de los amigos y de los rivales del cirujano, entre ellos el conde Robert de Montesquiou-Fézensac, que se convirtió, muy a su pesar, en modelo para el barón de Charlus de Proust, o el príncipe Edmond de Polignac, "un homosexual discreto pero conocido" que formó pareja con la heredera de la fortuna de Singer, "una lesbiana discreta pero conocida". Para irritación de sus amigos, el suyo fue un matrimonio duradero en el que reinaron el afecto y la felicidad. Wilde brilla a lo largo de las páginas del libro, al igual que su bestia negra, el crítico Jean Lorrain, autoproclamado "embajador de Sodoma", famoso por su afilada pluma, su gusto por la venganza y la rudeza de su trato, lo que Wilde llamaba "darse un banquete con las panteras".

En El loro de Flaubert, el narrador de Barnes establece una distinción entre dos clases de personas en cuanto a las relaciones: "las que quieren saberlo todo y las que no. Esta búsqueda es señal de amor, sostengo". En El hombre de la bata roja, esta taxonomía se perfecciona, y se introduce en ella una tercera clase: los que saben que no se puede saber todo, especialmente cuando se trata de personajes del pasado. En este sentido, el último libro de Barnes es una aguda apostilla sobre el género biográfico: la frase "no podemos saber" no connota una declaración de fracaso, sino una ética. En un capítulo del libro, el autor enumera las preguntas que deben quedar sin respuesta, algunas extravagantes (Pero, Sarah Bernhardt, ¿qué pasó con esa pierna tuya?); otras que apuntan al corazón de la fascinación de Barnes por Pozzi.

El nuevo libro de Barnes, tan alegremente difuso, se enfoca de lleno. ¿Cómo se juzgó a estos hombres en su época? ¿Cómo se nos incita a juzgarlos ahora?

Cuando Barnes recibió el Premio Booker en 2011 por El sentido de un final, un miembro del jurado lo calificó de "inigualable mago del corazón". El deseo —la obsesión destructiva, la terrible excitación de los celos sexuales— centra gran parte de su obra, no solo como motor dramático, sino también como acicate para la reflexión moral. "El sexo es el terreno en el que las decisiones morales, las cuestiones morales, se expresan con mayor claridad", ha observado el escritor. "Solo en las relaciones sexuales nos vemos enfrentados a preguntas inmediatas sobre lo que está bien y lo que está mal".

El nuevo libro de Barnes, tan alegremente difuso, se enfoca de lleno. ¿Cómo se juzgó a estos hombres en su época? ¿Cómo se nos incita a juzgarlos ahora? ¿Con qué “tribunal de moral tardíamente convocado”? "La biografía es una colección de agujeros unidos por un cordel, y más aún en relación con la vida sexual y amatoria”, escribe el autor.

Barnes cuenta que acabó el libro el año anterior a la "ilusa y masoquista salida de la Unión Europea" de Gran Bretaña. En la Belle Époque encontró un mundo no muy diferente al nuestro, que bullía de nativismo y xenofobia, bulos y paranoia. Sin embargo, en la mera posibilidad de la existencia de un Pozzi, dice el escritor, se puede encontrar consuelo: en la belleza del dandi, en el compromiso con lo "racional, científico, progresista, internacional", con una vida repleta de "medicina, arte, libros, viajes, sociedad, política y todo el sexo posible (aunque no podamos saberlo todo)".

@parul_sehgal