Pocos novelistas contemporáneos tan lúcidos como el italiano Francesco Pecoraro (Roma, 1945), escritor, arquitecto y urbanista. En La Avenida, elige la mirada de un historiador del arte jubilado, un septuagenario perspicaz, de vuelta de todo, que, al hilo de su vida y de sus movimientos cotidianos, compara épocas y acontecimientos y observa esta nueva caída de Roma y de la civilización occidental desde su ventana/observatorio de un feo bloque de viviendas. Y lo hace a través de los encuentros con los parroquianos del bar, o en sus paseos por unas calles donde la realidad se ha transformado a peor.
Novela reflexiva y deslumbrante este personaje, aparentemente estático, que hace recuento de su vida y de su época, de la corrupción política y urbanística italianas, consigue insuflar vida y buen pulso a una narración, rebosante también de ironía y humor, que nos hace abrir los ojos y que a la vez que hiere, reconforta y sana. Pecoraro usa mucho más la denuncia fina y afilada que la diatriba maniquea bernhardiana. Aquí no hay caricatura sino un: mira, voy a mostrarte cómo va el mundo, como en aquel Ecco com’e che va il mondo de su compatriota, recientemente fallecido Franco Battiato.
El libro es en el fondo un diagnóstico tremendo sobre nuestro mundo y la irrealidad y falsedad esencial de nuestro modo de vida, cuando ya no existe la “izquierda”, ni el ciudadano, ni la conciencia obrera desde hace décadas. Cuando los alumnos han perdido la raíz de la cultura y piensan que antes del 11-S no hubo nada, tan solo una especie de “caos primordial”. Predomina el estilo descriptivo sobre una ciudad en la que deforma los nombres reales de lugares, edificios y barrios. La basílica de San Pedro es el Templo de la Redención Mundial y la propia Roma se designa como La Ciudad de Dios.
Esta novela es un diagnóstico tremendo sobre nuestro mundo y la irrealidad y falsedad de nuestro modo de vida
El protagonista fue un prometedor joven de clase acomodada que estudió Historia del Arte y pretendía destacar y brillar como profesor, hasta que se topó con las trabas académicas de catedráticos corruptos e incluso con “la indiferencia del mundo”. De ahí pasó al funcionariado, larga etapa que también se describe en la novela con perspicacia y humor. Los jubilados de hoy, entre los que se cuenta, viven con unas pensiones optimistas “calculadas en los tiempos de la socialdemocracia” y asisten atónitos, con una conciencia de “existencia residual retribuida”, a los cambios de un sistema que parece a punto de saltar por los aires.
(“¿Qué le queda al pensionista que no sabe qué hacer ni qué decir, al que no se le pasa por la cabeza nada más allá de sacar al microperro a pasear? ¿Qué puede atraerlo, emocionarlo, si no es pegarse a una de las tragaperras/videopóker de los que La Avenida está plagada? ¿Si no es comprar su fajo diario de Rasca y Gana?”).
Un gran acierto del libro es esa pequeña ágora del viejo bar Porcacci, cuyas conversaciones, frases, quejas de clientes… se intercalan en medio de las sesudas reflexiones del narrador, como si la voz o el pulso de la calle, el habla cotidiana, pidiera paso para ser escuchada o reclamar un respiro entre tanta solemnidad. Pecoraro, al igual que su anciano protagonista, habla bien claro, como si ambos, desde su puesto de observación, fueran conscientes de que ese es uno de los pocos privilegios que otorga la edad a quienes ya han visto mucho: hacer aún una contralectura de la realidad, como de jóvenes, en sus tiempos de fascinación marxista y de esperanza utópica.
Son excelentes las páginas acerca de la necesidad de no olvidar la Historia e incluso de conservar en lo posible todo su sistema simbólico. Parecería que la llamada del autor, con su mirada omnisciente, pretenda sacudir y despertar a los ciudadanos desmoralizados, estancados, desencantados, desmemoriados que hemos terminado siendo todos. Es significativo que desdeñe expresamente la nostalgia, pese a ser consciente de haber vivido tiempos infinitamente mejores.