Se la conoce como la Guerra Inexpiable, debido a la extraordinaria crueldad que desplegaron los dos bandos. También, más comúnmente, como la Guerra de los Mercenarios, dado que quienes la desencadenaron fueron las hordas de mercenarios reclutados por Cartago durante la primera de las guerras púnicas (264-241 a.C.), en la que Roma y Cartago combatieron por el dominio de Sicilia y el control del Mediterráneo. Con las arcas del país exhaustas a consecuencia de la guerra y de las indemnizaciones que había de pagar a la Roma victoriosa, Cartago quiso regatear a los mercenarios el pago que les debía, con tan mala fortuna que éstos optaron por rebelarse y hacerse con un botín muy superior: la espléndida capital, llena en su imaginación –y también en la realidad– de tesoros y riquezas.
La guerra tuvo una duración de tres años y cuatro meses (241-238 a.C.), y en su desarrollo, lleno de vicisitudes, tuvieron lugar las más impensables barbaridades. El bando de los mercenarios estaba constituido por millares de hombres procedentes de tribus de Europa, África y Oriente Próximo: libios, ligures, celtas, íberos, baleares, griegos… Su experiencia en la guerra y su salvajismo los convirtió en un ejército temible, bizarro, de hábitos y atuendos variopintos, cada cual hablando su propia lengua, todos sedientos de oro y de sangre, todos soñando con entrar en Cartago y saquearla, conquistando de un solo golpe su suerte.
Este episodio histórico –documentado, entre otros, por Polibio– inspiró a Flaubert la que iba a ser su segunda novela publicada, Salambó (1862), en las antípodas de Madame Bovary (1857). “Siento la necesidad de salir del mundo moderno, donde mi pluma se ha mojado demasiado, y que me fatiga tanto reproducir como me asquea contemplar”, escribió Flaubert en una de sus cartas. Cinco años consagraría al proyecto, que le iba a suponer innumerables lecturas e infinitos tormentos, hasta dar con el tono que le parecía adecuado. ¿El resultado? Una fantasía orientalista llena de violencia y de preciosismo, una especie de ópera trágica, barroca, alucinada, con una suntuosa y abigarrada puesta en escena.
Hay un aspecto de la actualidad que invita a releer 'Salambó' como metáfora y profecía de una realidad dramática
La novela cosechó en su momento un éxito notable, y desató toda una moda indumentaria en el París de la época. Pero la posteridad no ha logrado sofocar las reservas que hacia ella manifestaron algunos críticos y lectores, y si bien cuenta todavía con admiradores entusiastas, abundan también los que no ven en ella más que un vistoso ejercicio estilístico de plúmbeos efectos, una epopeya lírica, un elaborado capricho de bisutería y cartón piedra. A la imaginación moderna, maleducada por el cine, Salambó se ofrece, ciertamente, como una especie de peplum gore, una mezcla de Fellini, Peckinpah y Tinto Brass. O, por buscar paralelismos más literarios, como un remoto precedente del tremendismo estetizante de Corman McCarthy.
Hay sin embargo un aspecto de la actualidad que, inesperadamente, invita a releer Salambó como metáfora y profecía de una realidad dramática y apremiante, que a todos nos afecta. Me refiero al sitio al que someten a Europa los grandes flujos de refugiados e inmigrantes procedentes sobre todo de África y de Oriente Medio. Por supuesto que nada tienen que ver estas masas migratorias con los viejos mercenarios. Pero a Europa no le cabe desentenderse de su responsabilidad histórica en los conflictos que las han provocado, y los miles de inmigrantes que actualmente se amontonan en la frontera entre Bielorrusia y Polonia, los que desde hace años se hacinan en la isla griega de Lesbos, los que a diario arriesgan sus vidas cruzando en pateras el trecho de mar que separa las costas norteafricanas de las de Italia y España, o las de Francia de Inglaterra, bien admiten ser contemplados como punta de lanza de un ejército amorfo e irregular –pero a su modo también combativo, pues lo anima la desesperación– que asedia las murallas de una prosperidad labrada a menudo a cuenta de su explotación y su sacrificio.
Basta un pequeño esfuerzo de la imaginación para reconocer en la Guerra Inexpiable recreada por Flaubert un trasunto sangriento y estilizado del atroz combate que no deja de desarrollarse en las lindes de Europa entre su espantada ciudadanía y las oscuras multitudes que acechan un bienestar cada vez más tambaleante.