Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954), con doble nacionalidad: española y francesa, reside en París desde 1993. De formación musical, se inició en la literatura, junto a su amigo Fernando Aramburu, en el grupo surrealista CLOC.
Reunió en Cielos segados (1992) su primera poesía: Árgoma, Desiertos para Hades y La miniatura infinita. Después aparecieron, siempre en Hiperión, Los hombres intermitentes, Retrato de un hilo, Orquesta de desaparecidos y El contador de gotas.
"Asumo todas las páginas que he escrito", dice al comienzo de la nota que abre el volumen.
"Pasado el tiempo –añade–, no escondo mis preferencias". Las resume, adecuadas a su "gusto actual", en ciento siete poemas (de ellos, cinco inéditos pertenecientes a un libro futuro): "veintidós en verso, ochenta y cinco en prosa".
Conviene aclarar que los títulos citados más arriba, salvo Retrato de un hilo, escrito en verso, contienen poemas en prosa. "A mi juicio, la poesía no se encuentra encerrada en los versos", ha explicado Irazoki. Y: "La poesía sabe huir de las cárceles llamadas verso, métrica, vocabulario restringido". Reconoce, en fin, que los textos en prosa "reflejan mi manera más libre de concebir la poesía". Tal vez por eso ha afirmado, a propósito del libro que reseñamos, que "las páginas que expresan cualquier experiencia íntima profunda tienen prioridad en mi selección. La belleza formal, siempre importante, aquí es secundaria".
De ahí que la primera palabra que le venga a uno a la boca cuando piensa en esta escritura sea honestidad. Después, coherencia. Se aprecia muy bien al leer estos poemas selectos con asomos de poesía reunida. La muestra empieza por uno de los más conocidos: "Habitación 306", relacionado con la prematura muerte de su hermana Nica, un hecho trascendental en su vida: "no entiendo cómo no han prohibido morir a los 25 años".
En sus primeros versos se aprecia un impulso rebelde y surrealizante (sin ortodoxias) que en el fondo no le ha abandonado nunca, siquiera sea por la importancia que le ha dado a la imaginación (léase, por ejemplo, "Farmacia musical"), en la que se cimenta, desde la perplejidad, su lenguaje riguroso, sí, pero emocionante y libre. Es cierto que a partir de Retrato de un hilo (y de su residencia parisina) el tono cambia. No su conciencia de la muerte ("la primera enseñanza"), la enfermedad y el dolor ("he aprendido tus maquillajes"), que sobrelleva con entereza y sin amargura.
Una poética moral
Aquí, la infancia rural ("el agua de la niñez") en un medio tan paradisíaco (la naturaleza) como hostil (la emigración, las pérdidas, el terrorismo); Lesaka como microcosmos (barrios, fronteras); la familia (el padre de "La entereza", la madre descalza, el abuelo y su tabaco, el tío suicida en Nebraska…); el accidente de fútbol que le dañó irreversiblemente su columna ("Triple libro"); la música, medular en su obra (qué oído); los objetos (un reloj, una mesa); el aprendizaje de los hospitales (donde "circulan las ambulancias de la filosofía"), etc.
El mundo poético de Irazoki, ni aislado ni elegíaco, es ante todo moral. De raíz camusiana, diría. Porque, según él, la poesía no es "delicadeza decorativa" sino "una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia". Aunque autobiográfico y de la experiencia, lo que cuenta (y en su poesía lo narrativo es esencial, como, a rachas, lo ensayístico y hasta lo periodístico) se suele referir a los otros: al guardia civil, al mendigo, al gitano, al portugués, al barrendero… Y a Blas de Otero, Rosillo, Aresti o Pinilla.
Irazoki busca el amor, la compasión y la bondad, una "conquista intelectual". Está a favor de la piedad y del perdón. Contra el odio y el rencor. Sus enumeraciones (nada caóticas) reinciden, a fuerza de infinitivos, en esa actitud ética que consigue hacer mella en el lector para que éste también "sea más fuerte que la herida". "Paseo por los goces de la vida", escribe quien espera que sobre su muerte se plante "el árbol de la discreción".
Autorretrato
Lo mejor de mi cara es la lechuza. Vive impasible, subida a unas zarzas blancas. A veces noto el roce de su plumaje amarillo en la frente, o de sus uñas negras que dan cuerda al tiempo en mis arrugas. Me desvela las noches en que caza demasiado y las mujeres me consolaron al oír su graznido lúgubre cuando volaba. Si me pongo delante de un espejo, no puedo sostenerle la mirada.