¿Es la disforia de género la nueva anorexia nerviosa? ¿Nuestras sociedades, modernas y opulentas, son víctimas de olas maníacas como en la Edad Media? Por osar examinar el fenómeno trans en chicas jóvenes desde la ciencia y la razón, Abigail Shrier (1978) se ha convertido en una "maldita" en medios y universidades del entorno "liberal", sobre todo en Estados Unidos.
La autora de Un daño irreversible es periodista en The Wall Street Journal y en The Federalist. Escribió este libro intrigada por la explosión de casos de disforia de género entre chicas en su país. Y no es para menos. Históricamente solía sufrir ese trastorno el 0,01% de la población, casi siempre niños varones en la primera infancia. Sus hallazgos mostraron que algo que antes afectaba a 1 de cada 30.000 mujeres, esto es, al 0,003%, había sufrido un incremento de una magnitud gigantesca.
La aparición de tan espectacular fenómeno podría señalar una "histeria colectiva", un "contagio entre colegas". Además, el carácter activista del fenómeno –"nosotras contra el mundo"– compartía rasgos vistos previamente en grupos de anorexia o memorias reprimidas. Un fenómeno nada trivial pues puede desembocar en tratamientos sin vuelta atrás, como cirugías severas.
¿Qué sucede para que chicas mayormente blancas de clases medias y altas sucumban a esta explosión maníaca? La autora propone varias hipótesis. Por un lado, podrían estar buscando refugio en una identidad minoritaria o nuevas barreras que derribar en esas familias progres que lo aceptan casi todo. Por otro, padres sobreprotectores pero incapaces de imponerse podrían llevar a las niñas a buscar modelos fuera de casa y encontrarlos en el activismo y en unas redes sociales que juegan un papel determinante.
Es difícil comprender la violencia de algunas reacciones contra este libro valiente y bien documentado
La cuestión es que este tipo de activismo ha infiltrado el sistema educativo de EE.UU. Algunos profesores consideran que la educación sobre género e identidad sexual que reciben sus alumnos en casa es inadecuada, y no es inusual que inviten a colectivos trans a dar charlas en los centros docentes y, cuando tienen conocimiento de que algún alumno ha iniciado este camino, no lo comuniquen a los padres. Es más, algunos o profesores lo consideran una especie de misión de la que obtienen –según la autora– "una notable gratificación emocional y social".
Sin embargo, tiene un impacto en la salud que no es baladí. Entre 2016 y 2017 fueron mujeres biológicas quienes sufrieron el 70 % de todos los tratamientos de género (cirugías mayores incluidas). Y este fenómeno no se recluyó en las fronteras de Estados Unidos.
A la vista de todo ello, es difícil comprender la violencia de algunas reacciones contra este libro valiente, bien documentado y escrito desde la preocupación y la compasión. Por desgracia, en el debate entre la ciencia y la emoción los colectivos LGBTIQ+ suelen inclinarse por lo segundo. Pero, nos asegura la autora, no hay diagnóstico o criterio empírico para decidir que una chica biológica es "realmente un chico".
Tratar de averiguar desde la ciencia la naturaleza de este extraño fenómeno masivo de ansia de cambio de sexo sería lo único razonable. Pero estas chicas al parecer no merecen que se averigüe si lo suyo lo provoca un disruptor endocrino o es resultado, como sugiere Shrier, de un fenómeno sociogénico. Por desgracia, prima una filosofía política que no acepta ni la crítica ni la disidencia. Aunque pisotee los derechos de niñas en una edad frágil muy sensible a la avalancha trans online y en sus propios colegios.