Está a punto de cumplir su objetivo. Lleva semanas subiendo el río, flotando contracorriente haciendo el infierno, la guarida de la bestia que hace un tiempo ha dejado de cumplir las órdenes de los jefes y se ha convertido en el dueño de la selva y el señor de los caminos. El capitán Willard ha ido descubriendo en su aventura heroica que el teniente coronel Kurtz es un demente invencible a quien los nativos adoran como a un dios y lo obedecen con la ceguera más absoluta.
Llegar a la cueva de Kurtz ha costado mucho trabajo, mucha sangre y mucha muerte, y Willard alcanza a saber, en medio de su propia locura, que el teniente coronel va a permitirle entrar en su infierno porque sin su permiso expreso no daría vivo un paso más. Willard no tiene otro objetivo que cumplir las órdenes: deshacerse para siempre de Kurtz, el monstruo que ha transformado la selva en su propio infierno, el reino de la muerte y la demencia.
Y ahí está ya, sufriendo los rituales de la bestia que le hace un recibimiento ejemplar a sus ojos y a los de sus hombres: nadie puede llegar a dios si ese mismo Dios no se lo ha permitido en su infinita benevolencia. Los rituales satánicos de Kurtz son el preludio de su propia muerte; la muerte a machetazos del sagrado búfalo de la selva asiática. Kurtz es el búfalo divino asistiendo a la representación de su muerte inmediata a manos del capitán Willard. Son escenas brillantes de la película de Coppola, Apocalypse Now, tiempo de cine al que se ha llegado luego de una terrible temporada de grabación de la película, que ya está a punto de terminar.
Cuando Willard entra en la guarida del monstruo, Kurtz parece un hombre tranquilo que muestra una superioridad extraordinaria ante aquel mensajero de la muerte que el Imperio ha enviado a matar. Kurtz lo mira, lo observa incluso con paternalismo, mientras se refresca con agua fría de los calores inaguantables de la selva y de la humedad del río.
Entonces Kurtz le hace la pregunta clave a Willard. Los dos se están midiendo desde que se han encontrado en el circo de la muerte que Kurtz ha edificado muerto a muerto en la selva. "¿Tú eres un militar o un asesino?", pregunta Kurtz mientras el agua fresca chorrea su cabeza. Willard lo mira mientras trata de comprender la pregunta. "Yo soy un soldado", contesta casi bisbiseando, asentándose en su papel de militar. "Yo soy un soldado", se oye repetir Willard.
Y entonces Kurtz le da la respuesta definitiva: "No", le dice Kurtz, "tú eres el chico de los recados a quien los tenderos de Washington envían a cobrar las facturas". El chico de los recados: Kurtz rebaja a Willard al más bajo nivel humano, un simple mandado que hace recados peligrosos de los señores de la muerte. Dicen los que conocen la leyenda del rodaje de la película que estas escenas no estaban previstas en el guión y que fueron toda una añadido pasional e impresionante de Marlon Brando, la ocurrencia de un loco tan metido en el papel de ese mismo loco que da en el clavo de la lucidez en el momento exacto y en el lugar oportuno.
El chico de los recados, pues: siempre fue necesario, pero ahora hay una legión imponente de chicos de los recados llevando y trayendo mensajes de muerte y ruina por todo el mundo. El chico de los recados es a la vez impresentable y necesario para los poderosos, que no quieren mancharse las manos de sangre y envían a un simple correveidile a que cobre las cuentas pendientes. El chico de los recados tiene un perfil definido. Parece amable, posee una dentadura de piraña que asoma a su boca de pez de río cada vez que sonríe. Sus ojillos escudriñan con esa misma sonrisa incipiente al enemigo a abatir y hace como que camina sosegado y seguro hacia la presa. Pero está muerto de miedo: no es un héroe, es sólo un chico que va de acá para allá cumpliendo órdenes de los jefes que hace un tiempo fueron ellos mismos chicos de los recados de otros jefes que los enviaban a cumplir destinos sangrientos. La metáfora del chico de los recados a las alturas de la película de Coppola resulta finalmente genial y se convierte en clave bíblica de toda la cinta cinematográfica y de la historia que Conrad puso sobre el tapete de la eternidad literaria.
¿Quién no se ha encontrado alguna vez en su camino con un chico de los recados que ha venido a matarlo, metafórica o realmente? ¿Han visto cómo se acerca amablemente, cómo sonríe, cómo suelta las primeras lisonjas para ganarse la confianza de la presa? Esa eterna figura de la historia es ahora una legión interminable de mediocres que se ha hecho cargo de los poderes de todo género sin leer siquiera a Maquiavelo. Son autodidactas, sólo los mueve la ambición, casi siempre sin el más mínimo talento. No son ni soldados ni asesinos: son ceniza antes y después de ser nada más que el chico de los recados