Tras vivir en Santiago de Chile, Lima, La Haya y Buenos Aires, Benjamín Labatut (Róterdam, 1980) acababa de publicar Un verdor terrible (Anagrama) cuando estalló la pandemia y decidió refugiarse con su familia en las montañas. Allí no sólo escribió sobre literatura, ciencia y locura, sino que también aprendió artes marciales como jodo -el camino del palo- e iaido, el arte de desenvainar y envainar una katana japonesa.
"Sí, me los enseñó un hombre que conocí en la montaña y que me sanó de mis dolores de espalda; un chileno extrañísimo, mezcla entre monje errante y cowboy, con apellido alemán -Fritsch- el pelo cano y los ojos de alguien que sigue esperando ver algo que imaginó de niño pero que aún se niega a aparecer. También aprendí que, como casi todos los escritores, soy un hombre cobarde que le tiene mucho miedo a la muerte. Y más que a la muerte, a la enfermedad. Y más que a la enfermedad, al contagio. Y aprendí que el fin del mundo es un proceso muy lento, tan lento que es posible que no acabe nunca", confiesa, descreído del éxito que se empeña en perseguirle...
Pregunta. Un verdor terrible ha sido elegida una de las cinco mejores novelas del año por el New York Times, y fue finalista del premio Booker. ¿Comprende, le emociona, el éxito de su libro en el mundo anglosajón? Porque se dice que desde la irrupción de Roberto Bolaño, hace dos décadas, ningún escritor chileno lograba los elogios superlativos que ha conseguido...
Respuesta. Agradezco los elogios, pero me importan poco. Cuando uno escribe desde el tercer mundo, cuando uno vive en un país que apenas existe entre la cordillera y el mar, tienes que aprender a hacerlo con un norte muy distinto al de los escritores de países desarrollados. El sur es tu norte. ¿Y qué hay en el sur? El hielo (antes eterno) de la Antártica. El frío que preserva las cosas para que los científicos del futuro las encuentren. Y una luz particular, que es distinta a la que ilumina el resto del mundo, porque brilla sobre el tiempo profundo que nos va a roer los huesos a todos; esa luz tiene voz propia y te dice que el New York Times no importa, que el Booker no importa, pero que Bolaño sí importa, por dios que importa, aunque eso lo dice mientras va consumiendo, lentamente, su cadáver, así que tampoco hay que hacerle demasiado caso.
"El New York Times no importa, el premio Booker no importa, pero Bolaño sí que importa, por dios que importa, aunque su cadáver siga consumiéndose"
P. Por cierto, en inglés el libro se titula Cuando dejamos de entender el mundo... y no Un verdor terrible. ¿Le consultaron el cambio, prefiere el título inglés, o el suyo? ¿Qué parte del éxito internacional del libro puede atribuirse a la traducción?
R. Dudo que esto explique el éxito (el éxito no tiene explicación, ocurre o no, y no hay pensar demasiado en ello) pero yo revisé la traducción al inglés palabra por palabra. Es muy feo traicionar tu lengua, pero es algo que yo hago con gusto: el último capítulo de Un verdor terrible, lo escribí en inglés, y luego tuve que traducirlo para Anagrama. Lo mismo con mi nuevo libro, La piedra de la locura y lo mismo corre para el que estoy terminando ahora. No he escrito en español hace varios años.
P. ¿Cuánto hay de sí mismo, de su forma de relacionarse con la realidad y de entender la creación en Un verdor terrible?
R. Más de lo que me gustaría. Pero me consuelo con que la parte mía que hay en ese libro es solo eso: una parte. Por mucho que uno quiera vaciarse de sí mismo para escribir de los demás, hay algo más grande que te habita, hay pulsiones que te atraviesan, y con las cuales yo me identifico cada vez más. Si esa Legión que te anima por dentro logra transmitirse a un libro, entonces debes caer de rodillas, rezarle a tus santos, hacer una gran hoguera y bailar alrededor desnudo, porque no pasa muy seguido, es algo bastante raro, un regalo que te puede arruinar la vida, si es que tienes mucha suerte.
Demonios cantarines
P. ¿Le sigue gustando, como cuando era niño, desarmar juguetes, como le ocurría también a uno de los científicos de su verdor, que desarmó un piano para ver si descubría la música del universo?
R. Siempre he tenido una obsesión por mirar las cosas por adentro y por detrás. Esa es una pulsión que compartimos muchos: la sospecha de que tiene que haber algo más que esta pobre realidad. Lo sabían los antiguos, y yo creo que ese saber está volviendo al mundo, aunque envuelto en una locura particular y altamente radioactiva, un brillante exceso de la imaginación que está poniendo en duda el estatus ontológico de la realidad.
P. En el libro las fronteras entre magia, ciencia y creación, entre realidad y ficción, se difuminan. ¿Qué ha pasado para que desaparezcan esos límites que parecían inamovibles entre ficción literaria y ciencia?
R. Esas fronteras nunca han sido inamovibles. La literatura depreda todas las áreas de la experiencia humana para encontrar su materia prima, que es, por falta de una mejor palabra, el espíritu. Pero el espíritu se oculta, está cifrado de múltiples formas, y se esconde en lugares del mundo que pueden parecen totalmente anodinos; en la pieza de un padre, donde lo halló Kafka, en el viento que tortura la naturaleza de la Patagonia, donde lo escuchó Bruce Chatwin, o en las vidas ridículas y gloriosas de jóvenes escritores y poetas que saben mejor que nadie que el espíritu existe, que siempre ha existido, pero que si lo nombras, se desvanece, y si tratas de atraparlo, te invade y te quema por dentro.
P. ¿Y por qué eligió el periodo de entreguerras para narrar historias de científicos que modelaron la física y las matemáticas, y que cambiaron el mundo?
R. Yo no elegí nada: las ideas que animan el libro tomaron forma en ese periodo, que fue tan fértil como horroroso. Las ideas son las que me orientan. Yo parto por ellas y luego voy descubriendo historias y personajes.
"Si me limitara a lo que ocurre en mi país, o a lo que ocurre en mi vida (aburrida, muy aburrida) probablemente no escribiría un carajo"
P. De todos los personajes que nos descubre, ¿quién es su favorito y por qué? ¿Quizá Grothendieck y sus cantos con Luciferina, o Schwarzschild, que a los 7 años creó su propio telescopio para enseñar los anillos de Saturno a su hermano?
R. Grothendieck, por supuesto. Yo aún estoy lejos de ponerme la casulla de un monje y sobrevivir en base a sopa de dientes de león recogidos de las grietas que se abren en el pavimento, como lo hizo él, pero conozco la sensación de tener a un par de demonios cantándote al oído.
P. ¿Qué piensa cuando lee que su libro, que literalmente vuela la cabeza del lector y no le deja tranquilo, hasta convertirse en una obsesión, es un ejemplo "de alta cultura eurocéntrica y mundialización desde Latinoamérica, una mezcla fatal".
R. Eso lo escribió una crítica chilena (que nos vamos a nombrar porque siempre es malo invocar a los demonios), y estoy en contra de todo lo que hay detrás de esa frase. La gracia (y ocupo esta palabra de forma muy consciente, porque es una gracia, un regalo de los dioses) de la literatura es que no reconoce limites. La imaginación humana puede desplegarse a lo largo de todo el tiempo y el espacio. El genio que te susurra puede ser una adolescente travesti de Lesbos, o una tostadora del futuro, imbuida de inteligencia artificial. Yo escribo sobre lo que atrapa mi imaginación. Si me limitara a lo que ocurre en mi país, o a lo que ocurre en mi vida (aburrida, muy aburrida) probablemente no escribiría un carajo.
Bautizo literario en una cueva
P. ¿Qué le debe a su maestro Samir Nazal, el poeta chileno que le enseñó a escribir, aunque muriese sin publicar nada?
R. Conocí a Samir cuando tenía 25 años y aún no había escrito ni una palabra; llegué a su casa después de almuerzo y hablamos hasta el anochecer. Era una cueva llena de libros, envuelta en una nube de humo de cigarrillo. Un lugar pobre, sucio y glorioso, una especie de templo a la literatura. Él escuchó mis lloriqueos y me dijo, “Muchacho, tú problema es que eres un escritor”. Fue un bautizo.
P. ¿A qué otros autores, chilenos o no, considera sus maestros?
R. El francés Pascal Quignard (aunque decir francés no le hace justicia, Quignard es un nibelungo, un atlante) me parece el mejor escritor vivo. Pero son tantos: Borges, Bolaño, Sebald, Forn, Weinberger, Maquieria, Juan Luis Martínez. Y también Werner Herzog, Claire Denis, Hideaki Anno, Frantiseck Vlacil, Hideo Gosha.