El pensador italiano Emanuele Coccia (1976) ha escrito un ensayo inteligente, aunque a ratos algo repetitivo, acerca de la esencial continuidad de la vida y sus implicaciones. Sus tesis no son exactamente originales, ya que la conexión entre las distintas formas de la existencia han sido resaltadas en el pasado por una larga tradición intelectual que, con distintos matices, arranca en ese pensamiento medieval que nos habla de “la gran cadena del ser” –el agudo Coccia es, no por casualidad, Doctor en Filosofía Medieval y profesor asociado de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) en París– y prosigue con el Romanticismo antes de desembocar en la ecología y sus múltiples derivaciones: de la New Age a la hipótesis Gaia.
Ahí están también esa “trama de la vida” descrita por Fritjof Capra a mitad de los años noventa, así como el más reciente neomaterialismo que rechaza trazar fronteras entre los seres humanos y el resto de los agentes no humanos. En todos estos casos, así como también en Coccia, las descripciones de la ciencia juegan un papel determinante; de Darwin en adelante, la vieja tesis de la excepcionalidad del ser humano ha sufrido un golpe tras otro. Por lo demás, la actualidad de este trabajo se ve realzada por la prominencia que ha ganado en los últimos años la dimensión planetaria de la vida social: más nos vale entender bien lo que se cuece aquí abajo si no queremos acabar viviendo en un mundo más inhóspito.
Coccia desarrolla una tesis elemental con admirable convicción: la vida es única. Todas las especies provienen de un mismo ancestro; ninguna posee una identidad pura; todas ellas son formas compuestas. Pero es que lo viviente tampoco puede separarse de lo que no vive; sin la dosis justa de oxígeno, no podríamos publicar suplementos culturales. De ahí vienen el título de su libro y su argumento principal: “la metamorfosis es el principio de equivalencia entre todas las naturalezas y el proceso que permite producir dicha equivalencia”.
El autor presenta así con fluidez distintas versiones del mismo tema: el pasado ancestral que cada uno de nosotros lleva consigo, el acontecimiento filosóficamente desatendido que es el nacimiento, la impureza que es común a los que llegan al mundo, la cualidad quimérica de todo lo vivo, la inestabilidad del suelo firme habiendo placas tectónicas.
Revisten especial interés las páginas dedicadas a la alimentación, donde enfatiza que ninguna vida es autosuficiente y que cualquier cuerpo ingerido por otro le transmite su vida. La nutrición es así un “encuentro multiespecies” donde la vida adopta una forma aterradora: todo lo digiere y todo lo absorbe, complicando sin pausa la relación genealógica entre los seres vivos y demostrando el papel central de la metamorfosis.
Coccia desarrolla una tesis elemental con admirable convicción: la vida es única. Todas las especies provienen de un mismo ancestro
Y todo esto, ¿a dónde lleva? Crítico con la ecología clásica, a la que acusa de proyectar un orden burgués sobre la naturaleza “salvaje” asignando una función a cada ser vivo, Coccia apuesta por considerar la Tierra como una experiencia artística donde se produce el drama de la evolución.
Nuestra tarea es construir ecosistemas de cohabitación multiespecies, a medio camino entre la ciudad, el jardín, la plantación y la granja. Por más que abunde a lo largo del ensayo en la disolución metafísica de lo humano y haga un énfasis posthumanista en lo relacional, Coccia no deja de atribuir un papel rector a nuestra especie: a ella le encarga la tarea de crear un “urbanismo interespecies” donde sea posible “la práctica de una metamorfosis colectiva”. Pero evitemos reprocharle la vaguedad de tales fórmulas: el valor del libro reside en su visión del mundo y no en su visión del futuro.