Hace 60 años, David John Moore Cornwell (1931-2020), un joven funcionario de los servicios secretos británicos, publicó su primera novela. Como sus jefes no le dejaban publicar con su nombre, escogió el apellido Le Carré, que sonaba a francés, para “presumir un poco”.
Dos libros después, su carrera despegó con El espía que surgió del frío, cuyo borrador había escrito en solo cinco semanas. La novela redefinió el género de espionaje. Los libros de Le Carré siempre tienen un tono de quien sabe de lo que habla, una trama laberíntica que exige suma atención y se desarrolla meticulosamente, y una intrincada apertura intrascendente. Por lo general, hay un padre caído en la deshonra (su propio padre era un estafador) y, a menudo, una esposa infiel. Están escritos con elegancia, y muchas veces con acritud, y sus diálogos afinados pueden ser desde ingeniosos y festivos hasta manifiestamente indignados. Le Carré también desarrolló su propio glosario de términos relacionados con los espías: niñeras, faroleros, y el más famoso, topos.
Si se hubiera retirado hace 40 años, después de completar su trilogía “Karla” (El topo, El honorable colegial y La gente de Smiley) en 1979, Le Carré habría sido considerado uno de nuestros mayores autores de novelas de espías. Después de Un espía perfecto (1986) se le suele considerar uno de los mejores novelistas, sin más añadidos, desde la Segunda Guerra Mundial. No es que “trascendiera el género”, es que llevó el juego a otro nivel. El gran Graham Greene consideraba “pasatiempos” sus propias novelas de espías. Le Carré, en cambio, renovó el género para adaptarlo a sus ambiciones. “Del mundo secreto que conocí en otro tiempo”, escribió, “he tratado de hacer un teatro para los mundos más amplios que habitamos”.
En Proyecto Silverview, su 26ª y, al parecer, última novela concluida, nos presenta a Julian Lawndsley, quien a los 33 años dejó su carrera en las finanzas de Londres para abrir una librería en un pequeño pueblo costero de Anglia Oriental. “He abandonado el brillo del oro por el aroma del papel viejo”, declara.
Al poco de haber abierto la tienda, entra un desconocido, no para comprar libros sino para charlar. “Soy un mestizo británico jubilado”, anuncia con su voz afectada, “un antiguo académico sin mérito”. El hombre insta a Julian a abrir una sección que se llamará “la República de la Literatura” y ofrecerá solo los clásicos. Este extraño es Edward Avon, un emigrante polaco que pronto resulta ser un agente jubilado del MI6, el servicio secreto exterior británico. Edward afirma que, en el colegio, conoció al padre de Julian, el cual tenía una activa vida sexual, se endeudaba y contaba historias de sí mismo “que no siempre resistían la prueba de la verdad”. ¿La resistiría la de Edward?
Si Proyecto Silverview da la sensación de no estar ejecutado del todo, su juicio de la ambivalencia moral sigue siendo exquisito
Como todo buen agente, es “muchas personas”, reflexiona Julian, al que le fascinan las diversas identidades de Edward, “y no puede evitar preguntarse cuánto hay de representación y cuánto de hombre real”. Le Carré privilegia la tercera persona cercana, pero cada punto de vista tiene la suficiente opacidad para que el lector nunca esté seguro de haberlo visto todo. Mientras tanto, Edward está siendo investigado por el jefe de seguridad interior del servicio, Stewart Proctor, “nuestro principal sabueso”. Los Proctor son una familia de clase alta que “sabían desde que nacieron que el santuario espiritual de las clases dirigentes de Gran Bretaña eran sus servicios secretos”. Stewart sospecha de cualquiera que, como Edward, albergue una “pasión que lo consuma”. Enseguida Proctor va camino de chocar con Edward, con Julian atrapado en las maquinaciones de dos inteligentes maestros del espionaje.
En el mundo de astutas estratagemas de Le Carré, la cuestión es no solo si estas van a funcionar, sino si merecerán la pena. Normalmente, la cabeza de los misiles narrativos del autor se aloja en el desenlace. Las novelas se construyen pacientemente hasta su explosión final, que deja a los lectores con más sensación de consternación que de triunfo. Para Le Carré, los finales eran ajustes de cuentas.
¿Un libro sin acabar?
Este delgado volumen concluye de manera más bien abrupta, pero no tiene lo que el autor nos ha enseñado a esperar de un final. De hecho, cabe preguntarse si llegó a terminar el libro. Empezó a escribirlo hace más de una década, y luego lo dejó de lado para escribir sus memorias, Volar en círculos. Y aunque se dice que Proyecto Silverview es su última novela acabada, evidentemente no fue la última en la que trabajó. En el epílogo, el hijo del autor, Nick Cornwell, conjetura que su padre se resistía a publicar el libro porque “hace algo que ninguna otra novela de Le Carré había hecho antes: muestra un servicio dividido, no siempre amable con aquellos a los que debería cuidar, y que ya no está seguro de poder justificarse”.
De hecho, el personaje más importante de Le Carré, George Smiley, tenía sus rivales en la agencia, y la equivalencia moral no de las causas, sino de los métodos, era un tema central en la obra del novelista. El protagonista de El espía que surgió del frío, Alec Leamas, es un caso de agotamiento profesional que considera a los agentes secretos, ya sean aliados o adversarios, “un miserable desfile de tontos vanidosos, además de traidores”. Dale a un estafador convicciones y una burocracia, parecía insinuar Le Carré, y tendrás la élite de los servicios secretos, en la que cada relación humana se evalúa como un activo o un punto vulnerable.
Esta es la razón por la que las mayores escenas de interrogatorio de Le Carré son los interrogatorios a uno mismo. Y si Proyecto Silverview da la sensación de no estar ejecutado del todo, su juicio de la ambivalencia moral sigue estando exquisitamente calibrado. Además, los esfuerzos menores no desmerecen a novelistas de la talla de Le Carré. Henry James no cerró su carrera con su magistral El cuenco de oro, sino con el lánguido y esquemático El grito. En la República de la Literatura hay sitio para los dos.
El desengaño de los viejos espías
En un instante de la novela, Stewart visita a Joan y Philip, los antiguos entrenadores de Edward Avon, ahora jubilados y debilitados, pero que en su día fueron la pareja de oro del MI6. Los viejos espías son presentados como personas honradas que, al final de sus días, se han dado cuenta de que el trabajo de sus vidas no ha dado ningún fruto. “No hicimos mucho para cambiar el curso de la historia humana, ¿verdad?” le dice Philip a Stewart con pesar. “De viejo espía a viejo espía, creo que habría sido más útil dirigiendo un club de chicos”. Esta idea de que un pequeño paso separa una vida inútil de una fructífera es otra de las preocupaciones constantes de Le Carré.