Es difícil pensar que a alguien se le hubiera ocurrido antes poetizar sobre un bloque de hielo y convertir en atractivo su comportamiento. Hasta el final de Pensar como un iceberg no descubre el lector que no es el único que se ha preguntado por esta evidente singularidad. Es la escritora francesa Anne Marie Garat quien nos tranquiliza en el posfacio: “¿Cómo es posible reflexionar, concebir, sentir o imaginar en lugar y situación de un objeto físico inanimado, lo más alejado de nuestra idea de ser vivo?”, dice.
Olivier Remaud construye todo un universo en torno a los icebergs, desde lo antropológico a lo ecológico, pasando por lo histórico. Se ocupa de consignar todo lo que se ha dicho sobre estos “diamantes de mil tonalidades posados sobre el mar” desde una perspectiva que los humaniza. Inserta innumerables características sobre el origen de su composición y su conducta en varios relatos que se corresponden con acontecimientos reales del pasado. Por ejemplo, que su centro “se sitúa por debajo de la línea de flotación, en el dominio de la invisibilidad”.
Son fascinantes las historias de exploradores y naturalistas que sueñan con aquellos “témpanos a la deriva” y se organizan en comitivas para escudriñar sus movimientos –“se dan la vuelta como ballenas”– y su sonoridad –“los crujidos de su hielo son como los aullidos del lobo”–.
El texto adquiere aún más relieve literario cuando el iceberg, “obra de la providencia”, se convierte en objeto de metáforas como esta: “una soledad de hielo y nieve”. Y además de las tentativas poéticas que a lo largo de las páginas resuelve con destreza, es conmovedor cómo Remaud se implica en la disección de los “hijos de los glaciares” y aprovecha la narración, repleta de personificaciones nunca caprichosas, para articular una exquisita defensa por el desarrollo sostenible.