Matar a la madre patria. Historia de una pasión latinoamericana, de Miguel Saralegui (1980), habla, efectivamente, de una pasión determinada: el odio. Este filósofo, historiador y periodista, resume en su muy ameno ensayo una serie de reproches, en general ásperos, lanzados por los grandes próceres de las nuevas repúblicas criollas de Latinoamérica contra España y los 300 años de América virreinal que los precedían.
Saralegui, estudioso del Renacimiento y de Carl Schmitt, consigna en esta obra los hallazgos, entelequias y arrebatos que los padres fundadores de las nuevas naciones hispanas vertieron en ensayos, novelas y poemas, y lo hace con un punto de ironía que es de agradecer. El libro da cuenta de un proyecto utópico formidable, erigido entre los próceres liberales de varias generaciones de Argentina, Chile, Venezuela, Ecuador o Cuba: el proyecto no es otro que acabar con el pasado.
Los protagonistas de las páginas del ensayo de Saralegui son, entre otros, Simón Bolívar (1783-1830), los argentinos Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), Esteban Echeverría (1805-1851) y Juan Bautista Alberdi (1810-1884), el venezolano nacionalizado chileno Andrés Bello (1781-1865), el chileno José Victorino Lastarria (1817-1888), el célebre poeta cubano José Martí (1853-1895) y el también chileno Francisco Bilbao (1823-1865), entre otros.
Al último mentado pertenece una sentencia melancólica que resume el contenido del ensayo: “El pueblo quedó antiguo”. Esos y otros prohombres de la élite diseñaron una nueva América que, efectivamente, tenía poco que ver con la América en la que crecieron. Donde, en la frase, leemos “antiguo”, señala Saralegui, habrá que leer “español”. Es decir: “el pueblo quedó español”.
Aunque, por generación, casi todos los intelectuales mentados pertenecen al romanticismo, nada hay en ellos de culto al pasado. Se trata, por tanto, de unos liberales muy alejados de los liberales y románticos españoles. De modo que, sin pueblo y sin pasado, las ideas políticas del republicanismo criollo habrán de mirar al porvenir. Saralegui escribe sobre la pasión que subyace a esta adánica razón pura. En cierto modo, tal es la paradoja que recorre el libro de parte a parte: Matar a la madre patria dibuja la anatomía de afectos densos de unos individuos que se tienen a sí mismos por archirracionalistas e híperilustrados.
Por otro lado, el autor ofrece un diagnóstico sobre el pensamiento político latinoamericano (aunque el antiespañolismo de estas élites intelectuales perdurará sólo durante un siglo: centuria de odio que declina, según Saralegui, con Rubén Darío, hispanófilo). Se encuentra hoy en la mentalidad política suramericana una “estructura de culpa ajena” y un imperativo de “revolución permanente”, de continua marcha (“bolivariana”) hacia el futuro. Pero no perdamos de vista la estructura, porque es un ensayo de osamenta cuidada.
Verdades improbables
El texto versa sobre una serie de quejas que, aunque virtualmente infinitas, se pueden encajonar en cuatro bloques: política, economía, raza y religión. ¿Algunos ejemplos? España es tiránica y ha maleducado a las colonias. Es una cultura terrestre y no marina (como la anglosajona); en tierra, no ha desarrollado la áurea agricultura, sino que ha sembrado América de incivilizados centros mineros.
En el curso de este estimulante ensayo, Saralegui discute las ideas americanas de En defensa de la Hispanidad, de Ramiro de Maeztu (la supuesta hermandad hispánica a ambos lados del Atlántico), y, entre otros clásicos, recuerda a Platón, el pensador del rey-sabio y padre de todos los cerebros utópicos.
Ciertamente, los grandes liberales latinoamericanos, filósofos morales y hombres de acción, admiradores de Benjamin Franklin y del barco de vapor, desafiaron al mundo a la manera del antiguo filósofo del ideal. No obstante, el divino Platón no tenía buenas palabras para las pasiones políticas: entre ellas, está, naturalmente, el odio, combustible principal, según nos informan, de esos arquitectos primeros de la constitucional revolución permanente.