Wenceslao Fernández Flórez: el escritor en su lugar
Recorremos las influencias y el legado de este intelectual inclasificable. Para algunos, el eslabón perdido de nuestra novela, capaz de dar una trascendencia insólita a su humor
13 febrero, 2022 15:38Noticias relacionadas
Aunque convengamos con José Carlos Mainer que Wenceslao Fernández Flórez no fue un Chesterton ni un Anatole France (tampoco, razona Mainer, el ABC era el Times, ni el Cardenal Gomá un primado anglicano...), no por ello debemos consagrar el lugar subalterno que se le viene atribuyendo en las letras de nuestra “edad de plata”. Su narrativa refleja aspectos muy significativos de nuestra sociedad de entonces (y de ahora), ofrece toda una completa retórica narrativa del desengaño, la ironía, la parodia y el humor, e incluso en títulos como Aventuras del caballero Rogelio de Amaral (1933), Los trabajos del detective Ring (1934) o La novela número 13 (1941) adelanta un modelo de sátira política coyuntural que con mucho menos decoro sería explotado a partir de 1975. Por otra parte, para el escritor coruñés “la novela es uno de los indicios del malestar humano, de la infelicidad general”, según leemos en Unos pasos de mujer (1924), lo que confiere una notable perspectiva de profundidad y trascendencia a su humor, tema sobre el que versó su discurso académico en 1945.
En efecto, Mainer fue el primero en reinsertarlo en la trayectoria de la novela española presentándolo como un eslabón más, insoslayable. Porque Fernández Flórez viene de Galdós –el tema, por ejemplo, de la sacralización burguesa del dinero– y de la Pardo Bazán –Volvoreta es, en cierto modo, reescritura de Morriña– y su línea se puede prolongar hasta la Historia de macacos (1955) de Francisco Ayala o La puesta de Capricornio (1959) de Segundo Serrano Poncela. Particularmente interesantes son las concomitancias entre el Sergio Abelenda o el Carlos Herrera del gallego, el Alberto Díaz de Guzmán de Ramón Pérez de Ayala, los barojianos Andrés Hurtado y Fernando Ossorio, y el Antonio Azorín de José Martínez Ruiz, todos ellos magníficos ejemplares de un tipo de héroe problemático, personaje intelectual, abúlico e indeciso, que estaba dando asimismo en la literatura europea el Stephen Dedalus de James Joyce o los protagonistas de Hermann Hesse.
Y no faltan tampoco las conexiones que se pueden establecer entre obras suyas con series literarias menos ambiciosas. Tal ocurre con Retrato inmoral (1927) y la novela erótica de los Insúa, Mata, Retana, Belda, Hoyos y Vinent, etc.; entre Una Isla en el Mar Rojo (1939) y el subgénero postbélico “nacional” de los recuerdos novelados sobre la represión republicana de la gente de orden al modo de Francisco Camba en Madridgrado (1939), Tomás Borrás en Chekas de Madrid (1940) o Ricardo León Cristo en los infiernos (1945).
Su narrativa ofrece una completa retórica de la parodia y el humor y adelanta un modelo de sátira política
En este sentido, está cumplidamente demostrada la filiación valleinclaniana del primer Fernández Flórez, en especial de La tristeza de la paz, colección de relatos publicada en 1910 en el seno de la “Biblioteca de escritores gallegos” que había acogido ya en su serie Las mieles del rosal del propio Valle. No solo en la ambientación y el tema, sino también en el estilo, el narrador novel sigue muy de cerca las pautas que le marca el modernismo de las Sonatas, a las que rinde un homenaje tan entusiasta que roza el plagio. Pero es de notar otra vinculación existente entre ambos que me parece de sumo interés.
En 1918 nuestro autor, en pleno fragor de la primera gran guerra, apasionadamente vivida por una España, neutral pero dividida entre aliadófilos y germanófilos, saltó a la palestra con un relato, “El calor de la hoguera”, luego reescrito y ampliado hasta su versión definitiva, Los que no fuimos a la guerra, novela publicada en 1930. Pues bien, junto al evidente estímulo que la realidad del momento significó para el autor, tanto aquel relato como esta novela nacen de un diálogo intertextual, en clave paródica, con una obra de Valle-Inclán, activo pro aliados junto a Azorín, Unamuno, Machado, Pérez de Ayala, o Galdós desde el manifiesto aparecido en El Liberal en julio de 1915. Se trata de La media noche. Visión estelar de un momento de guerra, novela corta que recoge en 1917 las impresiones que don Ramón obtuvo en el frente de la guerra adonde viajó en abril de 1916 por encargo del diario El Imparcial.
En Los que no fuimos a la guerra se atribuye a la propaganda francesa un eslogan, “Luchamos por la Civilización”, que es leitmotiv en el relato de Valle. Y así se justifica el furor combatiente de los germanos como “el odio al mundo clásico (…) odio de incluseros a los que tienen abolengo”, porque “para el alma francesa, armoniosa y clásica, el teutón continúa siendo el bárbaro”. Por su parte, Fernández Flórez contrapone el “individualismo latino” como virtud racial al gregarismo disciplinado de los alemanes, y esa es la diferencia de comportamiento que a lo largo de La media noche muestran “el francés, hijo de la loba latina, y el bárbaro germano, espurio de toda tradición”.
Ya antes de firmar la proclama aliadófila de 1916, Valle había declarado su solidaridad y afecto para con Bélgica, mientras el Medina de Los que no fuimos a la guerra es el encargado de redactar un mensaje de adhesión al “gobierno del rey Alberto”. Al partir hacia el frente, don Ramón concede también unas extensas declaraciones a Cipriano Rivas Cheriff para España, enseguida Le Temps de París incluye otra entrevista con el mismo sesgo, y en julio del mismo año, de regreso en España, hablará sobre la guerra para La Acción de Madrid.
No nos queda sino relacionar con todo ello el viaje que el Medina de Fernández Flórez cursa al otro lado de los Pirineos con el fin de enviar algunas crónicas a El Eco. El énfasis ridiculizador es bien patente: el periodista no pasa de Bayona y son en total doce las horas de su excursión, plazo en que “el único momento en que tuvo la sensación del peligro, aquel en que su boca se secó y sus piernas temblaron”... fue cuando al bajar del tranvía en Irún creyó que los aduaneros iban a descubrir su modesto contrabando: un pomo de perfume. Ello no le impedirá presentarse “triunfalmente” en el “Café del Siglo” y ofrecer con facundia a lo largo de todo un capítulo sus “impresiones” de la Francia en guerra. Valle-Inclán, a su vez, comienza el prólogo de La media noche, titulada “Breve noticia”, con estas palabras: “Era mi propósito condensar en un libro los varios y diversos lances de un día de guerra en Francia”.
Pero hay algo más. A pesar de lo efímero de su experiencia bélica, Medina confiesa enseguida que la guerra había conmovido sus presupuestos artísticos, que dan paso a “la fórmula de un nuevo arte”: “Mi teoría estética se llamará el avionismo”, pues no pretende otra cosa que “incorporar los aeroplanos a la poesía”. Ello proporcionará una “nueva visión de la tierra, contemplada no con la horizontalidad de los puntos cardinales, sino verticalmente, desde el cenit, de arriba abajo... Los filisteos se resistirán a la estética que se derivará de este punto de vista”. Es patente la parodia de la “visión estelar” que don Ramón mixtifica en la “Breve noticia” y que según testimonio de Corpus Barga nació del “vol de nuit” con que los pilotos franceses obsequiaron al escritor español.
La respuesta al quiebro entre Fernández Flórez y Valle-Inclán no puede ser otra que su radical pacifismo y antimilitarismo
¿A qué puede deberse el quiebro que va del homenaje de 1910 a la parodia de 1918-1930 en la relación de Fernández Flórez con su maestro Valle-Inclán? La respuesta no puede ser otra que el radical pacifismo y antimilitarismo de Wenceslao, a quien debió desagradar profundamente la belicosa toma de postura aliadófila de don Ramón. El capítulo XXXIII de La media noche es todo él un encendido canto épico a la guerra y a la muerte. Por gracia de la primera “es eterna el alma de los pueblos”; la segunda representa “la divina causalidad del mundo”. Por el contrario, en páginas de Los que no fuimos a la guerra, que parecen escritas como respuesta a Valle-Inclán, “la guerra es un gigantesco crimen repugnante donde se padece con el más estéril de los dolores, entre espantos inenarrables”.
Precisamente en otoño de 1916 Fernández Flórez tuvo que elegir entre la oferta de Miguel Moya para incorporarse a El Liberal y la de Torcuato Luca de Tena para que sustituyese a Azorín como cronista parlamentario de ABC. Optó por esta posibilidad, y de ahí nacieron sus unánimemente admiradas “Acotaciones de un oyente”. Pero también su adscripción al derechismo, y el desdén del que fue víctima por parte de los intelectuales.
No se puede ignorar su acérrimo maurismo; su inquina contra la República; su tratamiento desgarrado de El terror rojo –título de su libro en portugués de 1938– confirmado en las novelas posteriores a la guerra civil. Matizando más, diríamos que Fernández Flórez fue un burgués reformista, a veces avanzado, pero también proclive al catastrofismo conservador y a la solución mágica del “cirujano de hierro”. Mas como escritor, no se le debe negar la causticidad de novelas como El secreto de Barba Azul (1923), donde se pone en solfa Monarquía, Patria, Justicia, propiedad privada, nacionalismos, matrimonio, heroicidad...
Tampoco es de olvidar ese antibelicismo que obligó a la censura de 1940 a suprimir el episodio de Los que no fuimos a la guerra donde se explica el privilegio de los militares españoles por el que podían viajar gratis en el ferrocarril como un procedimiento económico de realizar “pequeñas maniobras, maniobras individuales”. No en vano, todavía en 1966, tan solo dos años después de la muerte del escritor, Joaquín de Entrambasaguas, al prologarlo en “Las mejores novelas contemporáneas”, echaba en cara su tibieza “a quién debió la vida, como tantos, a nuestra Guerra de Liberación”.
A ese aguafiestas inconformismo suyo, y a la libertad de su criterio, hay que remitir la decisión con que asumió la dolorosa tarea de parodiar el libro de su admirado maestro de juventud con el que discrepaba en 1916 por tan fundamentada causa. Maestro que, dicho sea de paso, lo distinguía con su alta consideración. Preguntado Valle-Inclán en 1926 sobre quiénes eran los mejores novelistas españoles contemporáneos, no duda en mencionar a Wenceslao Fernández Flórez (y a su novela El secreto de Barba Azul) junto a otros cinco autores de primera fila como Baroja, Pérez de Ayala. Unamuno, Miró, y a Eugenio Noel.