Cuando la página está llena de tachones, la arranca. Continúa escribiendo el dictado en la siguiente hoja. ¿Pero cómo seguir cuando todas las páginas están emborronadas? A veces sólo queda abrir el cuaderno infestado de errores, escupir, cerrar fuerte. La tibieza de la saliva reverbera a través de las hojas. Llega el calor a las palmas abiertas.
Cuando escupe en un cuaderno, lo hace por no llorar. A los doce años no se llora. Se tiran piedras a los coches, se lanza un hueso de chuleta desde la azotea, se envía el daño lejos para que le sangren los dientes a otro. Edgar lo hace así, Marco lo hace así. Polo no. Polo mea en el suelo de la cocina y luego lo limpia. Roba dinero de la cartera de su padre y más tarde lo devuelve. Una vez cogió un billete de diez y devolvió dos de cinco. Pasó la noche con miedo, esperando. Hace los cortes de mangas dentro del bolsillo.
Pero ahora no hay mayor noche que esa noche. Se lo dicen las voces que salen de los bares del paseo marítimo, se lo cuentan los letreros que se reflejan en su frente mientras camina hacia la playa. En su cabeza palpita lo que le han contado: Edgar y Marco, con otros dos, han hecho una mujer de arena. ¿Una mujer de arena para qué? Con tetas, con todo. Dos agujeros. Así lo ha dicho uno de las casas amarillas. Polo siente hormigas en las palmas de las manos, siente que ya llega, baja por la primera rampa y ya llega, ya está la sonrisa de Edgar cerca de su boca diciéndole: Ya verás, ya verás. Ve el brillo eléctrico en la mirada y los dientes de los otros. Como cuando Marco cagó dentro de un condón, lo cerró con un nudo y lo lanzó escaleras abajo. Como todas las veces en las que todos hablaban como si conociesen un refresco que él no. Ahora el refresco tiene burbujas demasiado grandes. Dan miedo. Pero no beberlo también es peligroso.
Hay normas: Van de uno en uno. Hay que esperar en la playa oscura. No se vale gritar ni molestar al que está con la mujer. El viento de octubre les agita los pantalones cortos. Marco se abraza el cuerpo, le chocan los dientes, ríe y dice qué frío, que frío. Polo piensa si ese temblor no será el mismo que le muerde a él. Carlos habla con Edgar, que ya ha vuelto de estar con la mujer. Se disculpa como un señor que no tiene puros para los amigos: No tiene culo porque todo no se puede. Risas. Polo no se atreve a mirarlo. Otro día la hacemos del revés, le ponemos culo. El padre de Edgar trabaja en el casino. El padre de Polo les guarda el menú de la noche a los del casino. Espera por ellos hasta la madrugada. Sopa de fideos, sanjacobos, flan. Polo se imagina meando en la sopa, tirándola por la ventana, hundiendo la mano en el plato y haciendo el corte de manga desde ahí, sumergido en caldo caliente. Polo dibuja y pega los dibujos en el cristal, mirando a la calle, para que los vea Edgar. Edgar no dice nada. Quizás nunca haya levantado la cabeza para mirar dónde vive Polo. Polo pega los dibujos con saliva. Cuando la saliva se seca, los dibujos se caen.
Te toca. La mano de Edgar en su hombro, un empujón de Marco, el cacareo de los otros. ¿Tienes miedo? Polo no contesta. ¡No se ría nadie!: La voz de Edgar es un delfín que le nada alrededor, que le ayuda a seguir el camino de huellas empujándolo con el morro. Vislumbra el bulto casi negro. ¿Qué se hace ahora? Se sienta a su lado. No se atreve a mirarla. Le vibra en la nuca su presencia gigante, la sonrisa de labios falsos que le imagina, las huellas que las manos de Edgar habrán dejado en su cuerpo. Se le calienta y le arde la oreja que está más cerca de ella. Pareciera que la mujer de arena respira, pero es el viento colándose por los agujeros de las rocas. Pareciera que le perdona el no saber qué hacer, ahí quieta y tranquila, sin nombrarlo siquiera. Casi siente su dulzura cansada refrescarle la oreja que arde. Pero a lo lejos siguen los gritos de los otros. No se vale gritar, pero se grita porque cada uno tiene mil animales guardados en el pecho y esta noche es la más grande. La noche en que ya.
Pareciera que la mujer de arena respira, pero es el viento colándose por los agujeros de las rocas
Su mirada que huye se agarra al cartel luminoso del bar de su padre, allá a lo lejos en el paseo marítimo. Su padre casi siempre vuelve al amanecer, cansado. El sudor amarilleando la camisa blanca y la camisilla interior. Si lo ve dibujando, le dice que estudie, que estudie, que estudie. Tú verás si no estudias. Y no un poco. Hay que ir a por todas. La cosa está muy mala. Y después, siempre esa frase: ¡Que ya hay licenciados barriendo las calles! Polo le ayuda a quitarse la camisa, le pasa el rodillo de masaje por las cervicales. Ahora piensa en el cuello de la mujer de arena, en las tetas de la mujer de arena. Alza la mano en el aire, la extiende hacia un lado, obligándose a posarla sobre una de ellas. La teta es dura como un hombro, como el hombro de un licenciado barriendo las calles. Licenciados barriendo las calles. Los imagina con listeza y amargura en la cara, con la mente curtida por los años de estudio y el cuerpo trabajado por los años de barrer. Se le aparecen en la mente: sudorosos, las pieles bronceadas, barriendo las calles vacías. Barriendo y sufriendo por él. Un licenciado de ojos negros alza la vista hacia su ventana y ve sus dibujos. Suda y sonríe, sus hombros duros y bruñidos como la teta de la mujer de arena. Sigue barriendo.
Corre sin mirar atrás, sin haberla siquiera mirado. Lo recibe la algarabía, entre amistosa y burlona. ¿Te gustó? Mil gallitos chicos celebrando su propio cacareo. El otro de las casas amarillas juega a que se pone serio: ¿A ti te dijo algo? Edgar quiere saber, Marco también se gira. Los de las casas amarillas se ríen y el del brazo roto dice: A mí me dijo de todo. Polo hace un gesto inconcreto, esperando lanzar hacia ellos una cuerda fina que se convierta en puente. Pero es un hilo nada más. Se rompe. Estallan en risas.
Todos se van, se alejan hacia la rampa y queda Edgar, que lo mira fijamente con los ojos entornados. No te dijo nada, no estés inventando. Polo lo mira, intenta reírse como se ríen los otros cuando no tienen nada que decir. Edgar lo hace tumbarse. Se arrodilla junto a él. A ver, abre la boca. Polo abre la boca, lo mira a la cara. Dientes anchos, ojos negros. Edgar frunce los labios. El fino hilo de saliva se alarga hasta posarse sobre la lengua de Polo. Cuando traga, intenta no parecer sumiso, sino valiente. No ser Polo, sino otro. Edgar se pone de pie, sale corriendo. Grita a los demás que lo esperen. Polo se queda tumbado en la arena, el calor de la saliva en su boca, como un cuaderno sin remedio. Le pasan unas viejas muy cerca. Caminan en silencio, las varices al aire, las bocas torcidas, un gesto de dolor en cada paso. Ellas pueden llorar si quieren porque no tienen doce años y porque esta no es su noche.
La crítica se rindió a sus pies con su primera novela, Las niñas prodigio (Fulgencio Pimentel, 2017), y sorprendió de nuevo como editora al descubrirnos Panza de burro de Andrea Abreu. El último libro de Sabina Urraca (San Sebastián, 1984) es un original acercamiento al 11-M en la colección Episodios Nacionales que Lengua de Trapo dedica a nuestra historia reciente: Soñó con la chica que robaba un caballo (2021).