José Cereijo (Redondela, Pontevedra, 1957) ha publicado seis libros de versos y un volumen de relatos. Ha traducido a John Keats y Emily Dickinson. Ha seleccionado poemas de Leopoldo Panero, Javier Lostalé y Mario Míguez en antologías editadas por Renacimiento.
La luz pensativa se abre rompiendo tópicos. El poeta de lenguaje depurado medita sobre la realidad cotidiana. Lo hace sin conformarse con la apariencia engañosa de paisajes y objetos. Nada es insignificante para él. El frío, la hoja caída, el canto del ruiseñor, la vejez de las casas y el polvo le suscitan reflexiones. Con ironía serena, con estoicismo, José Cereijo elige un regalo para el Dios en quien no cree. Una “silenciosa ternura” es su divinidad. También opina que la existencia se inicia cuando somos conscientes de que cada momento vivido es el último. El escritor recibe lecciones al observar a una rata que cruza un sendero oscurecido, al retener unos restos de amargura, al contemplar a un anciano indiferente ante el paso del tiempo. Comprende el final con calma de los días y celebra las hojas minúsculas de un árbol añoso.
Asimismo, entiende que un ser desaparecido se ha transformado en música o sombra. Frente a los coléricos, sugiere una ética transmitida con claridad: “habrá quien limpie en silencio, / quien recoja y ordene, / y mire, y calle, y siga. / Tu sitio está entre ellos. No lo olvides”.
Ocho palabras de Michel de Montaigne forman los dos primeros versos de un poema de José Cereijo. No se trata de una casualidad. Separados por cuatro siglos, los dos autores coinciden en el sosiego lúcido. El poeta aprende de la piedra imperturbable, asume todas las pérdidas, prevé la visita de la muerte cansada. Escucha cantos humildes (el de un grillo, el de un gorrión) y cavila a partir de esos sonidos.
Los cabellos blancos, un sepulcro invadido por las hierbas y el silencio nocturno le inspiran pensamientos hondos. De súbito, reprocha a Platón su desdén por la belleza de los cuerpos. Aunque camina solitario, afirma que la existencia tiene sentido; nos aconseja no secundar a quienes persisten en la desesperanza; percibe con gratitud los goces efímeros; admite en paz las contradicciones de la Naturaleza. Cereijo nos propone el reto de mirar un árbol, la lluvia, la luz: “míralos, / e intenta decir sólo / lo que no te avergüence / en su presencia”.
Cereijo opina que la existencia se inicia cuando somos conscientes de que cada momento vivido es el último
José Cereijo cita a menudo el origen de sus aprendizajes. Sus maestros son variados: los compositores Frédéric Chopin, Franz Schubert y John Cage, el pianista Alfred Brendel, el filósofo Arthur Schopenhauer, el mutismo, una tarde en Salamanca, los posos amargos en un vaso. Comunica un propósito difícil: para no ser una mentira humana, decide recordar sin dolor. Después reconoce que pasará noches desvelado por el amor y el odio.
En la parte final del poemario, la delicadeza expresiva no disminuye. Según el poeta, sólo la tierra es digna de unas flores y un cuerpo amado se convierte en la mirada que lo envuelve. “La poesía, / ¿no es el mejor sentido / de la palabra?”, pregunta. Intuye la muerte como una caricia y nombra un gran desierto.
La obra se cierra con un poema en el que José Cereijo nos propone “dialogar con la luz, y comprender / esa infinita aceptación, que todo / lo comprende, lo acoge, lo realza, / todo, / el dolor y la pérdida también, / y la vida y el tiempo”.
Las ciento dos composiciones de La luz pensativa son en su mayoría breves y siempre emotivas. José Cereijo, poeta de expresión profunda a la par que refinada, nos ofrece un libro admirable.