Era Pepe Hierro un hombre extremadamente cordial y bastante reservado. Había que conocerlo mucho y en ciertos momentos para tener una conversación seria con él, pues normalmente –siempre con simpatía– tendía a embromar buenamente. Cuando me fui haciendo amigo suyo (muy joven yo, me lo presentaron dos íntimos, Francisco Brines y José Olivio Jiménez y ello me llevó a las divertidas y campechanas cenas en su casa) me di cuenta de que Hierro tendía a embromar, sin malicia nunca, como el que usa un escudo protector.
De algún modo —acaso— no quería más heridas. Porque, aunque su mucho éxito final (Premio Reina Sofía, Premio Cervantes, miembro electo de la RAE, aunque no llegó a entrar) induzca desde hoy a un relativo error, la vida de José Hierro, muchos, bastantes años, no fue fácil.
Nacido en Madrid el 3 de abril de 1922, vivió desde niño en Santander y nunca olvidó, nunca, esa vinculación cantábrica. Después de la guerra —la recordaba con Gloria Fuertes, su amiga— fue detenido por “pertenecer a una organización que ayuda a los presos políticos”, pero es que su padre era uno de ellos. De la cárcel salió en 1944 —cuatro años— y aunque no le gustaba hablar de eso, el daño estaba allí.
Lo dice el inicio de un soneto de su libro Alegría, premio Adonáis en 1947: “Llegué por el dolor a la alegría. / Supe por el dolor que el alma existe…” Fundador en Santander de la emblemática revista Proel, con Carlos Salomón y Julio Maruri, que siempre quiso mucho a Pepe, Hierro es inicialmente —desde su primer libro, Tierra sin nosotros, también de 1947— un poeta de cuidada palabra, de suave complacencia rítmica, pero que se acerca a lo real existencial, porque ese era el mundo de la época y el mundo de su sentimiento. Es la misma generación de Gabriel Celaya, de Vicente Gaos, de Blas de Otero…
Pepe Hierro fue uno de los primeros poetas de su propia generación que, sin improperio ninguno, creyó que había que superar el realismo
Muy pocas veces Hierro fue un poeta “social” (recuerdo el poema “El pasaporte”, 1957, que le oí leer el día que nos conocimos) y aún como “social”, bien poco al uso. Pero quizá por lealtad a su historia y a sus leales compañeros de ruta, siempre aceptó sin rechistar el calificativo de “poeta social” o incluso aquella sátira veneciana de “poeta de la berza”, que me recordaba cuando me entrevistó (hizo muchas entrevistas, era su trabajo) en RNE. “No te cortes, habla de la berza…”. Pero era yo quien no quería, porque sabía de sobra que Pepe no era eso.
Su prehistoria, sus muchos trabajos para salir adelante y mantener a su familia, su aspecto casi rudo, casi de trabajador manual (llegó a hacer en Nayagua su propio vino) todo ello, y pocos poemas, podían preterir lo casi imposible de dejar de ver, que Hierro fue siempre un esteta que no se atrevía públicamente a serlo, pero que está en muchísimos de sus poemas, desde —me acuerdo— el precioso “Caballero de otoño”, ya en Tierra sin nosotros.
El esteta critica admirado a los cercanos a él, en un gran poema de Quinta del 42 (1952), otro título en parte engañoso: “Para un esteta” (“Tú que hueles la flor de la bella palabra / acaso no comprendas las mías sin aroma…”). Una trampa. Como en “Paganos” (de Cuanto sé de mí) se canta lo efímero que es por ello hermoso: “Subía entonces a tu Casa / la Juventud.”
Hierro se carteó con Juan Ramón Jiménez —uno de sus preferidos— y dio ese nombre, Juan Ramón, a su hijo mayor. Amaba a Antonio Machado, pero también a Gerardo Diego, y aún más al grande Rubén Darío. ¿Cómo no se repasó con minucia la obra de Hierro, que tanto huye, sin execrarlo, del mero realismo? ¿El aire duro del poeta, tan ultrasensible, y que al final —como yo le decía y reíamos— semejaba al gran Khan de los tártaros, que ponía deliciosos dibujos con vino en sus dedicatorias?
El poeta que escribía en la mesa de un bar cualquiera, una muy normal cafetería, debajo de su casa. Un esteta cautamente oculto, que gustaba dividir el estilo o modo de sus poemas entre dos títulos, “Reportajes” y “Alucinaciones”, donde a menudo, visionario, se deja ir por las alas de la gran música —Palestrina, Haendel entre otros—. Poemas de vuelo. Pepe Hierro fue uno de los primeros poetas de su propia generación, que, sin improperio ninguno, creyó que había que superar el mero realismo. ¿Por qué no se vio bien la lírica cuidadísima de Hierro?
Hierro no era, no podía ser el poeta de la posguerra que era porque, camuflando su esteticismo, su amor por JRJ, había ido mucho más allá
Luego estuvo muchos años sin escribir poesía. Cuanto sé de mí —1957— también fue el título de su poesía reunida. En su libro último antes del prolongado silencio, Libro de las alucinaciones (1964), Hierro no es ya un poeta realista ni social —aunque lo fuera a tramos— sino un poeta de palabras bellas y culturalismo musical y visionario. Curiosamente, de nuevo, casi nadie deja constancia del libro como precursor de las vías nuevas, mucho más estéticas y refinadas, que estaban retornando a la poesía española. Un poema: “Teoría y alucinación de Dublín”.
Luego —algunos no lo esperaban y eran tan esperados— llegaron los libros nuevos de ese José Hierro cada vez más reconocido, sobre todo después del premio Príncipe de Asturias de 1981. Llegan Agenda (1991), y Cuaderno de Nueva York (1998), reencuentro con una ciudad que siempre le gustó al poeta y que ahora ve —otros esguinces— con una mirada de amor, por una puertorriqueña amiga de otro gran amigo —el libro le está dedicado— José Olivio Jiménez. Y aquel soneto final: “Vida”. “Después de tanto todo para nada”.
Hierro no era, no podía ser el poeta de la posguerra que era porque, camuflando su esteticismo, su amor por JRJ, había ido mucho más allá. Intransigentes de sí mismos aún lo negaban. José Hierro —ahora hubiese cumplido cien años, murió con 80— era un gran poeta. Con la pequeña bombona manual de oxígeno y los tubos en la nariz (combatiendo el enfisema que al fin lo mató) aún le vi en comidas y vida. Camuflando los tubitos, como había casi camuflado la estética.