La abrumadora bibliografía sobre la presencia española en América presenta dos rasgos comunes: la consideración restrictiva de América como Latinoamérica o Hispanoamérica y las referencias constantes a la propaganda antiespañola (Leyenda Negra). El libro de Carrie Gibson se aparta de esos caminos trillados. Su escueto título, El Norte (así, en español, en el original inglés), debe entenderse como reivindicación implícita de la presencia española en esa parte del continente, que no ha merecido tanta atención como el rastreo de la huella ibérica en los territorios del centro y sur americanos.
La investigadora norteamericana podría haber también titulado, recordando a Mario Benedetti, El Norte también existe, porque su tesis es que el legado cultural e institucional de la intervención española en esas latitudes septentrionales es importantísimo, hasta el punto de que la propia nación estadounidense no puede entenderse sin la impronta hispana.
Para desarrollar esa tesis, Gibson utiliza un procedimiento original, a caballo entre la indagación académica clásica y la experiencia personal. Su libro es así un híbrido entre la crónica histórica y la reflexión ensayística, con pinceladas de sociología, actualidad política y hasta relato de sus viajes por la parte de la geografía estadounidense que mantiene viva la llama hispana, fundamentalmente Florida y California.
En contra de lo que a priori podía temerse, el resultado es una mezcla bastante armónica entre los distintos elementos citados, organizados en dieciséis capítulos que llevan siempre en su epígrafe un lugar emblemático, un río, un fuerte, una ciudad o una región, acompañados de una datación, siempre amplia.
La ordenación es cronológica pero muy flexible, empezando por ejemplo con “Santa Elena, Carolina del Sur, ca. 1492-1550” y terminando con “Tucson, Arizona, ca. 1994-2018”. El mensaje que impregna este itinerario espacio-temporal es que tantos siglos de acción española de uno a otro confín del continente dejan un poso imborrable.
El volumen se compone de cuatro áreas o secciones que se superponen en distintos momentos, en especial cuando la autora aborda las fases más cercanas a nuestros días. La más diáfana es la primera, que se ocupa del período colonial y abarca los ocho primeros capítulos. Los tres siguientes, ya en la era de la independencia, abordan los acontecimientos del siglo XIX corto, entre 1820 y el fin de la presencia española (1898), con especial hincapié en el México revolucionario y sus convulsas relaciones con el vecino norteño.
Estamos ante una obra sólida que documenta muy bien la importancia de la aportación hispana en Estados Unidos
Las dos últimas secciones, tercera y cuarta, se desarrollan en los cinco capítulos restantes y presentan un carácter más difuso o híbrido, por cuanto analizan aspectos sociales, políticos y culturales relacionados con la inmigración hispana a los Estados Unidos.
Es esencial deshacer un posible equívoco, que puede acogerse también como advertencia para la correcta comprensión de la obra. Gibson usa los términos “español” e “hispano” con notoria imprecisión, como si fueran sinónimos. El problema estriba en que el segundo término significa algo muy distinto para un norteamericano y un español: cuando la autora habla de influencia “hispana” en Estados Unidos, en especial en el período contemporáneo, la referencia fundamental es México y, en menor pero significativa medida, Cuba, Puerto Rico y otras naciones centroamericanas.
Así, fuera del período colonial, lo que se describe o analiza no es tanto el impacto español en sí cuanto una imprecisa marca hispana, que conduce al reconocimiento de una comunidad latina, denominación esta última que, no por casualidad, se emplea comúnmente en un sentido étnico y cultural para englobar a todos los que no son blancos, anglófonos y protestantes.
¿Españoles o hispanos?
Hay que reconocer que no es una cuestión que afecte solo a esta obra, pues en un volumen de reciente aparición sobre este mismo tema (El embrujo español. La cultura norteamericana y el mundo hispánico, Marcial Pons, 2021), Richard L. Kagan utiliza el adjetivo hispano con la misma flexibilidad y amplitud. Hispano sería así, sin más, todo el que habla español. Ello hace que desde la óptica estadounidense se califiquen de hispanos rasgos en los que difícilmente se reconocería un nativo de España, desde muchas pautas culturales hasta la propia fisonomía (los mestizos).
En el breve epílogo, la frialdad analítica parece disolverse en un tono más personal o subjetivo, sobre todo cuando Gibson rebate explícitamente el planteamiento de Samuel Huntington sobre la masiva inmigración latina, que este teórico contempla como amenaza para la identidad cultural de los Estados Unidos. Los valores de esta nación, defiende por el contrario Gibson, “no se formaron solo en Nueva Inglaterra”. No es admisible, pues, un “relato nacional” tan restrictivo.
La herencia hispana es, simplemente, irrenunciable: “Los hispanos forman parte del pasado de Estados Unidos y también serán parte del mañana”. No estamos solo ante un ensayo reivindicativo sino ante una obra sólida que, más allá de interpretaciones interesadas, documenta muy bien la importancia de la aportación hispana en la conformación cultural y política de los Estados Unidos.