“Perfecta de cara, de elegancia, de educación y de gracia” según Vicente Huidobro, Teresa Wilms Montt (1893-1921) fue una de esas precursoras a caballo entre dos siglos que escandalizaron y entusiasmaron a un tiempo a la sociedad de su época por la audacia de su vida y sus escritos.
Hija de dos excelentes familias chilenas (descendía de cuatro presidentes), y rebelde desde la cuna (en estos Diarios íntimos recuperados por Pepitas de Calabaza recuerda cómo sus institutrices la obligaban a copiar cien, quinientas veces, el verbo obedecer), se casó a los 17 años (contra la voluntad de sus padres) con un marido borracho y celoso que acabó acusándola de adúltera y encerrándola en el Convento de la Preciosa Sangre.
En 1916, tras intentar suicidarse, y como relata en estas memorias, escapó hacia Buenos Aires con Huidobro, donde comenzó a colaborar en la prensa y a publicar sus poemas. De allí viajó a Madrid, donde se hizo amiga de Ramón Gómez de la Serna y Valle-Inclán y, tras cinco años sin verlas, logró reencontrarse al fin con sus hijas en París en 1920. A finales de 1921 se suicidó, no sin antes escribir aquí: “Morir después de haber sentido todo y no ser nada. [...] Nada tengo, nada deseo, nada pido”.
Stanislaus Joyce, en cambio, sí hubiera podido tal vez hubiese suplicado no vivir a la sombra del genial James. Escritor frustrado, tras la muerte del autor de Ulises escribió Mi hermano James Joyce, en el que se reivindicaba como soporte emocional y económico de la familia de su hermano, pero también exageraba su propia mediocridad para mejor resaltar el talento de James, que, por otra parte, adoraba humillarle de mil maneras.
Así, leemos: “percibo que él me considera absolutamente vulgar y sin interés. Es una cuestión que ninguno de los dos puede remediar”. Y sin embargo, a pesar de considerar a su hermano mayor como un hombre soberbio, desagradecido e incluso deshonesto y procaz, por encima de todo veneraba su revolucionario talento.
Si Wilms Montt no pudo vivir como quiso y Stanislaus Joyce se autoinmoló en el altar de James, el poeta galés Dylan Thomas (1914-1953) ahogó su asombroso talento a golpes de whisky y derrotas de las que comenzó a dar cuenta en este volumen de relatos autobiográficos titulado Retrato del artista cachorro.
En él Thomas recupera su infancia y adolescencia, recorre los paisajes de Swansea, o da cuenta, como en “Un sábado tórrido”, de su primera derrota: una noche de juerga el joven Dylan conoce a una joven sensual, pero al regresar del baño de una casa de habitaciones alquiladas, se extravía y pierde su oportunidad de pasar una noche de amor. Derrotado, sale a la calle, donde una farola ilumina “el polvo que antes habían sido las casas, donde los habitantes del sucio pueblo, humildes y extraños, habían vivido y amado y habían muerto, y habían perdido para siempre”.