Hace unos años, Peter Sloterdijk, esa especie de reverso oscuro de la buena conciencia ilustrada en la filosofía alemana actual, publicaba un libro de título sugerente y prometedor planteamiento, Has de cambiar tu vida, donde abordaba los procesos de constitución de la subjetividad en términos de los diversos entrenamientos, tanto físicos como mentales, habilitados por los hombres a lo largo de la historia para inmunizarse de las frecuentes amenazas de la vida diaria y optimizar su rendimiento ante el mundo.

Con su habitual desparpajo, Sloterdijk aplicaba jerga gimnástica a las viejas escuelas de sabiduría y entrecruzaba ascética y performance para describir esos ejercicios de orientación existencial. Su ingenio y sus ocurrencias teóricas no eran suficientes, sin embargo, para componer un cuadro consistente que le hiciera avanzar más allá de lo formulado al respecto en sus provocativas Normas para el parque humano.

El texto quedaba a medio camino entre un humanismo de imposible retorno y un posthumanismo rendido al poder de las nuevas tecnologías, sin despejar cómo habría que afrontar de ahora en adelante la naturaleza de lo humano.

Ser único

Rüdiger Safranski

Traducción de Raúl Gabás. Tusquets, 2022. 368 páginas. 19,90 €

El filósofo Rüdiger Safranski (Rottweil, Alemania, 1945), que comparte con Sloterdijk talento comunicativo y tirón mediático, podría haber aspirado en este nuevo libro suyo, Ser único, a dar la réplica al enfoque de su antiguo colega de intervenciones televisivas desde una vertiente más luminosa, pues su comprensión del proceso de la modernidad simpatiza con el impulso emancipador ilustrado más de lo que hace la del pensador de Karlsruhe y tiende a resaltar en mayor medida sus rasgos positivos.



De hecho, la pregunta que le sirve aquí de hilo conductor, la de qué significa ser individuo, supone otra manera de encarar el reto de una antropología filosófica a la altura del presente.



Safranski es un excelente divulgador, un buen conocedor del acervo cultural europeo de los últimos siglos y sabe explicar como pocos las perplejidades de los problemas filosóficos. Pero en esta ocasión renuncia a hablar con voz propia sobre el asunto y prefiere recurrir a una modulación del formato narrativo que le ha ayudado a cosechar fama internacional con sus estupendas biografías de grandes representantes de la cultura alemana, de Goethe y Schiller a Nietzsche o Heidegger.



En este caso, siguiendo las huellas del individualismo moderno, acude a numerosos ejemplos de autores que han abordado la cuestión de cómo compatibilizar el cultivo de una singularidad única con las exigencias de una vida en sociedad. Eso sí, sus semblanzas son espléndidas, su habilidad para atrapar el fondo de un personaje y enlazarlo a su obra sigue siendo proverbial, y, así, los dieciséis capítulos que componen el libro, pese a su brevedad, ofrecen una idea muy certera de cómo ha discurrido la historia de las tensiones entre afirmación del individuo y espíritu gregario del Renacimiento a la Segunda Guerra Mundial.



Safranski registra en este transcurso histórico la tendencia a intensificar el sentimiento de unicidad del individuo. De ahí provendrían las diferentes emancipaciones modernas de la tradición, tanto las renacentistas e ilustradas cuanto las de un individualismo religioso como el de Lutero, que si forjó una nueva comunidad de fe fue por la radicalidad con la que antepuso su relación personal con Dios a todo lo demás.



Ahora bien, si en un principio estas rupturas con el pasado pudieron experimentarse de un modo afirmativo, en la medida en que sugerían la posibilidad de lograr una integración superior entre el deseo de excepcionalidad personal y la acomodación a un orden social más acogedor, poco a poco las formas de vida burguesa, inclinadas a una visión cada vez más dominada por el éxito económico, fueron intensificando la separación entre masa e individuo hasta acabar complicando el sueño de una plena armonización de ambas esferas.

Safranski es un buen conocedor del acervo cultural europeo y sabe explicar como pocos las perplejidades de los problemas filosóficos

En el retiro de Montaigne a su biblioteca o en el de Thoreau al bosque aún se perciben modos no resentidos de alejamiento de la multitud. Con Rousseau, en cambio, la aversión a la vida social comienza a generar un exceso de mala conciencia, que, acentuado en Stirner, estallará en los pensadores existencialistas, de Kierkegaard a Sartre.

La parte final del libro —dividido en cuatro secciones, siendo esta última la más amplia— es sin duda la más interesante, no sólo porque los efectos perversos de la despersonalización en la era de las masas se aproximan bastante a nuestros propios conflictos, sino porque Safranski se maneja con especial pericia en este periodo y sus observaciones se vuelven aquí mucho más penetrantes.

El apartado comienza evocando las aproximaciones sociológicas de Simmel o Weber, conscientes ya de la imposibilidad de suturar al completo la herida entre la “ley individual” o “el demonio interior” con las exigencias de una esfera pública regida por las dinámicas de racionalización de la vida moderna.

Luego nos entrega un retrato sumamente certero del poeta Stefan George y su círculo, a modo de síntoma de las ominosas reacciones irracionalistas que al poco tiempo asolarían Europa: el desafío de una bella existencia frente a la prosa cotidiana reclamará el carisma de un individuo singular que sirva de guía a un grupo de hombres selectos, generador de la energía necesaria para llevar luego a cabo la transformación de toda esa cotidianidad. Pero hoy sabemos bien que estas hermosas promesas de aristocracia espiritual derivarían pronto en imposiciones totalitarias como las del nazismo.

Los 16 capítulos del libro ofrecen una idea muy certera de la historia de las tensiones entre afirmación del individuo y espíritu gregario

Por eso, a renglón seguido, Safranski concita como consecuencia inevitable de esta crisis del ajuste entre individuo y sociedad el perfil de figuras tan controvertidas como las de Heidegger o Ernst Jünger, que contrasta oportunamente a las de Karl Jaspers, Hannah Arendt o Ricarda Huch, para quienes el “uno” sólo se constituye propiamente en diálogo y diferencia con el otro.

Es una pena que el libro concluya algo abruptamente en este punto, pues convendría atender a los cambios experimentados en la actualidad por estas formas modernas de individuación. Los sectarismos identitarios se siguen nutriendo de las mismas excusas esteticistas y sentimentales para imponer su dictado; pero ahora dominan sobre todo el victimismo narcisista y el tuneo egocéntrico del yo como modalidades espurias del cultivo de sí, alentadas por una ideología de la realización personal que, lejos de oponerse críticamente a las pulsiones gregarias, fomenta la distracción de las masas.

Safranski insinúa esta idea al comentar el conformismo de quienes compran a diario fórmulas para sentirse especiales. No obstante, sería deseable un trabajo ulterior, de cuño más personal, que profundizara en estas sugerencias con la amenidad y claridad expositiva a la que nos tiene acostumbrados.

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