Casi cien años después de que Nellie Bly ingresara durante diez días en un psiquiátrico, haciéndose pasar por loca para escribir un reportaje, el psicólogo David Rosenhan internó a siete personas cuerdas en un instituto frenopático como parte de un experimento. Ambos contaban con la certeza de que nunca se verían arrastrados del todo por su internamiento. “Dudo mucho que llegaran a sentir el terror absoluto que provoca no saber cuándo –o tan si quiera si– saldrás de un sitio así”, observa Esmé Weijun Wang en Todas las esquizofrenias.
Publicada recientemente por Sexto Piso, la suya es una más de las memorias de escritoras con algún tipo de enfermedad mental que han copado las novedades literarias de los últimos años en España. “A mí ya me tocó –escribía hace poco Rosa Montero en su último libro, El peligro de estar cuerda (Seix Barral)–. Formo parte de la estadística general, de ese 25% de personas que sufrirán algún problema mental a lo largo de su vida, y también, por consiguiente, de la estadística particular de los escritores chiflados”.
Escritoras “chifladas”, como apunta la autora de La ridícula idea de no volver a verte, poetas como Alda Merini o Tove Ditlevsen o autoras como Linda Böstrom o la española Almudena Sánchez que, a partir de sus propias experiencias, narran el trastorno mental, ese abismo que muchas veces es de un solo camino, desde dentro hacia más adentro.
“Esa locura era mía”
Cuentan que cuando en 1963, Anne Sexton se enteró del suicidio de su admirada amiga Sylvia Plath dijo: “Esa muerte era mía”. Aquejada con psicosis maníaco-depresiva, la poeta compartía con Plath no solo el gusto por el verso, sino también una enfermedad mental y, en 1974, cumpliría también con aquella velada amenaza. En once años, dos de las poetas más importantes del mundo anglosajón habían puesto fin a su vida de una manera trágica.
Con todo, para ser precisos, la autora de La campana de cristal se diferenciaba de Sexton en la tipología de su problema. Ella sufría más bien un trastorno afectivo bipolar, la misma enfermedad que le diagnosticaron a Weijun Wang cuando tan solo tenía 20 años. Sin embargo, no fue hasta 2005 cuando escuchó su primera voz. A partir de entonces, comenzaron también las alucinaciones. “Iba por el campus universitario esquivando demonios invisibles”, relata en otro momento en Todas las esquizofrenias, un ensayo sobre la enfermedad mental que construye a partir de su propia experiencia personal.
La escritora, autora además de una novela de ficción que todavía no se ha publicado en España, The border of Paradise, tuvo que esperar hasta 2013 para recibir su diagnóstico real, el que mantiene en la actualidad, que consiste en un trastorno esquizoafectivo de tipo bipolar, lo que de manera ocasional le causó episodios psicóticos que la persuadían de estar muerta o de que unas arañas le horadaban el cerebro, por ejemplo.
Hija de inmigrantes taiwaneses de origen humilde, su enfermedad llegó a interrumpir sus estudios en Yale, y fue internada contra su voluntad en 2002, 2003 y 2011. “Es difícil expresar con palabras el horror que supone ser ingresada contra tu voluntad –comparte–. En primer lugar, resulta aterrador que te metan a la fuerza en un espacio pequeño del que te prohíben salir. Tampoco sabes cuánto tiempo estarás allí, porque nadie lo sabe. No tienes contigo las cosas a las que les tienes apego: tu diario, la pulsera que te dio tu abuela, tus calcetines favoritos, tu osito de peluche”.
Para ella, como para Alda Merini, su paso por estos centros estaba muy alejado de convertirse en el tipo de aventuras que Bly diseccionaba en sus reportajes. “Es posible que algo no haya quedado claro respecto de esta experiencia abominable –escribió tajante la poeta italiana en La loca de la puerta de al lado (Tránsito)–. Dejando de lado los estados de ánimo relacionados con el manicomio, estaban las puertas cerradas que escondían tantas torturas anónimas, las celdas, las mirillas tras las cuales tantos poetas fueron emparedados vivos”.
Escribir con el cerebro electroconvulsionado
Coetánea de Plath o de Sexton y figura emblemática de las letras italianas, Merini pasó gran parte de su vida, más de veinte años entre idas y venidas, interna en varios psiquiátricos. Caótica, fumadora empedernida y desordenada, tenía la costumbre de apuntar notas en las paredes de sus pisos y era capaz de dictar durante horas poemas que improvisaba en el momento. A pesar de lo cual, escribió en Delito de vida (Vaso roto): “Al haber quedado sin mi cerebro natural a causa de los electrochoques, que quemaron segmentos enteros, para escribir interrogo a mi intestino, mis entrañas”.
Asustada por las pérdidas de memoria que estaba ocasionando en su mente esta misma terapia, que recibió contra su voluntad durante varios periodos de diversa duración entre 2013 y 2017, también la escritora sueca Linda Boström llegó a afirmar en Niña de octubre (Gatopardo) que sometieron su cerebro “a tal cantidad de corriente que estaban seguros de que no sería capaz de escribir esto”.
Separada del también escritor Karl Ove Knausgård, autor de la monumental serie autobiográfica Mi lucha, y madre de cuatro hijos, la escritora reconstruye en su libro, a modo de autoficción, una época de su vida marcada por su paso por el manicomio, que ella llama “la fábrica”. “Te tomaban la tensión mientras la enfermera fijaba los electrodos en la parte superior del pecho y en la frente. Luego venía el alumno con el oxígeno que aspirabas para oxigenar el cerebro. El anestesista te decía que pronto te habrías dormido y entonces te inyectaban el frío somnífero en la sangre a través de la vía a tal efecto preparada. Era como beber oscuridad”, rememora.
Una calma insuficiente
Por su parte, el caso de Tove Ditlevsen es cuanto menos particular. Considerada hoy como una de las voces fundamentales de la literatura danesa, la vida de la escritora y poeta, divorciada hasta en cuatro ocasiones y madre de cuatro hijos, estuvo marcada por una fuerte adicción a las drogas, que llegó a provocarle una sordera de un oído, y por la depresión, lo que hizo que fuera ingresada en un hospital psiquiátrico en varias ocasiones, según cuenta ella misma en Trilogía de Copenhague (Seix Barral).
Curiosamente, para Ditlevsen su paso por los sanatorios le aportó cierta calma que no encontró jamás en su vida. “Los días pasan en calma y mi corazón se sosiega por completo”, escribió durante una de sus estancias en uno de ellos. Pero la calma no duraría mucho. Tras un intento fallido en 1974, la poeta se suicidó dos años después con una sobredosis de pastillas para dormir. Autora de una treintena de libros, entre prosa y poesía, tenía entonces 59 años y dejaba tras de sí una estela difícil de olvidar.
Y es que la depresión, a pesar de sus estigmas, es otro de los trastornos mentales más extendidos entre las escritoras. “Al principio, no creía en ello. No creía en la depresión, ni en el término blue, ni en el TOC, ni en los ataques de pánico. Me resultaban ajenos. Los consideraba una tontería pasajera”, reconoce la española Almudena Sánchez en Fármaco (Literatura Random House), el testimonio que ha narrado sobre su propia batalla con la enfermedad.
“¿Realmente dispongo de unos genes incapaces de controlar? –se cuestiona más adelante–. Mi psiquiatra me hablaba muy en serio de esto: de lo endógeno. De lo inevitable que ha sido mi depresión y de que no me echara la culpa, de que no me echara la culpa, de que hiciera el favor de no echarme la culpa. Y empecé a pensar en mi abuela. En una abuela que no conocí. En una abuela que tuve y no fue feliz”.
La oscuridad de la depresión
Pero sí, claro que existe. La “inerte oscuridad”, lo llama Boström. “Su nada y su muerte despierta, eso es lo que me espera cuando me hundo más aún. Allí donde no hay palabras, donde no hay conciencia, solo ese sueño apático mañana, tarde, noche, y la angustia que envuelve cada célula”.
A veces, añade Rosa Montero a esta tipología de la enfermedad mental, no es depresión sino angustia. “Pero cuando dices que has sufrido crisis de angustia, la gente que no ha navegado por ese mar oscuro no entiende de lo que hablas. Creen que te refieres a estar estresada, a preocuparte demasiado por algo, a reconcomerte la cabeza”, analiza en El peligro de estar cuerda. Mitad ensayo, mitad memorias, en él la escritora, a partir de su propia experiencia y de los ataques de pánico que ella misma sufrió de manera ocasional desde los 17 a los 30 años, indaga en la vida de otros artistas que, como ella, llegaron a dudar de su propia cordura, al tiempo que se plantea si habrá alguna correlación entre creatividad y locura.
“Por tentadora que sea esta perspectiva, me preocupa que, al considerar la esquizofrenia como una puerta de entrada a la brillantez artística, estemos rodeando de glamur al trastorno de formas poco saludables, y en consecuencia, provoquemos que las personas que estén padeciéndolo no busquen ayuda”, tercia Weijun Wang en su libro.
La respuesta, sin embargo, llega sin rodeos con la poética voz de Alda Merini: “Y así, blanco y negro, día y noche, reposo y tortura son la alternancia de lo que se conoce como esquizofrenia. No es real que la esquizofrenia genere arte: la esquizofrenia es un abismo y es una grieta simultánea entre la ley del silencio y la inteligencia”.