James Ellroy (1948) vuelve a las andadas. A Los Ángeles en la década de los cincuenta, esa ciudad cálida llena de promesas, que representa como pocas el sueño americano y los muchos fracasos bajo las luces de las estrellas de Hollywood. Estamos ante el Ellroy salvaje y alucinado, que exuda energía, con una prosa que lanza latigazos y escupitajos en forma de diálogo y descargas eléctricas a diestro y sinestro. El Ellroy obsesivo, con ese lado oscuro y enfermizo, destructivo y culposo, que tan bien maneja.

Pánico

James Ellroy

Traducción de Carlos Milla Soler. Literatura Random House, 2022. 395 pp. 21,90 €

Pánico se estructura desde la confesión del protagonista Freddy Otash, un policía corrupto capaz de matar conforme “a la norma tácita del Departamento de Policía de que los asesinos de polis deben morir”, que deviene en detective privado y, también, en el azote (o sea, mayor extorsionador) de Hollywood, políticos y cualquier poderoso con secretos para la revista sensacionalista Confidential.

“Creo un clima de miedo en Hollywood, que es el lugar más extraordinariamente pervertido y cosméticamente moralista de la puta viña del Señor. Porque, tengo un olfato infalible para las flaquezas humanas y vengo percibiendo desde hace tiempo que hemos entrado en una era en que todos los ricos y las celebridades albergan secretamente el deseo de ser descubiertos”, suelta el sarcástico Otash, que vive al límite, como todos los personajes a los que da vida Ellroy.

Narrada desde una primera persona sincopada, repetitiva y llena de brío, el juego del autor de La Dalia Negra es que la historia nos la cuenta el cadáver de Otash desde el Purgatorio, en una apropiación similar a la de aquel guionista que interpretó William Holden en Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950).



Su descarnada y a la vez hasta emotiva y mordaz representación de los delirios del star system hollywodiense exponen toda clase de anhelos, traumas, preocupaciones y, sobre todo, miedos, en los que casi nadie sale bien parado, desde el sádico Burt Lancaster, el cuasi drag queen John Wayne, el gay Rock Hudson, el semental Steve Cochran (que quiere filmar una película porno protagonizada por él junto a otras compañeras como Lana Turner o Gene Tierney), el chivato de James Dean y otros muchos nombres que van apareciendo o cruzándose en el camino de Otash, políticos como John F. Kennedy, productores como Harry Cohn, cineastas como Elia Kazan y demás personas que existieron y de las cuales el lector puede tener una idea ya prefigurada.

Estamos ante el Ellroy salvaje y alucinado, que exuda energía, con una prosa que lanza latigazos y escupitajos en forma de diálogo y descargas eléctricas a diestro y sinestro

Y tratándose de Ellroy, que se documenta de un modo concienzudo, uno se pregunta dónde está la frontera porosa entre ficción y realidad, lejos de todas las personas reales que actúan en mayor o menor grado y de que Freddy Otash tal vez fuera semejante al personaje que pone en liza el escritor. Sin duda, en esa alianza entre ficción y realidad, en esa hibridación, encuentra Ellroy la fuerza de empuje para crear una atmósfera y un mundo decadente que le angustia, del que no puede huir.

Igual que la sombra del asesinato sin resolver de Elizabeth Short que en Pánico se refleja en la figura de Joan Horvath, la viuda del hombre al que mató Otash, su penitencia, a la que le pasa dinero, y que una vez sea asesinada convierte al confesor de Otash en ese ser aún más correoso que emprende una cruzada que se mezcla con otras tramas de escuchas clandestinas, chivatazos, engaños y depravación moral.

Una especie de exprimido sensacionalista que corre de un modo lineal pero sin dar tregua hasta llegar a un clímax dramático que no dinamita ninguna de las convenciones del género, porque el estilo de Ellroy ya las dinamitó y ahora lo que hace es dejarse ir para disfrute de los lectores.

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