El subtítulo de este conmovedor libro, Vivir con nuestros muertos, es: “Pequeño tratado de consuelo”. Este título secundario no se presta a duda; Delphine Horvilleur (Nancy, 1974) reflexiona sobre la pérdida y el duelo, y, sin embargo, transforma la muerte en una lección de vida. Filósofa, ensayista, una de las primeras mujeres rabinas francesas y una personalidad activa del Movimiento Judío Liberal de Francia, Horvilleur recibió por esta obra el Premio Babelio 2021, de no-ficción.
Se trata de un tejido de historias personales vividas por la autora en su trabajo de acompañar a los dolientes que han perdido a un ser querido. Once historias narradas con sencillez, afinada sensibilidad y tierno humor, cada una encabezada por un nombre propio. Empieza por Azrael, el ángel de la muerte en las leyendas judías y termina por Edgar, el “tío Edgar” de la autora, cuya tumba buscó en el cementerio israelita de Westhoffen. En ese pueblo de Alsacia, donde reposan los antepasados de Horvilleur, el cementerio judío fue profanado en diciembre de 2019, con cruces gamadas en las lápidas. La escritora decidió acudir. “De pronto, la voz de las sangres de mis ancestros clamó desde el suelo”, recuerda.
Elsa es el nombre que abre el segundo capítulo. En el cementerio de Montparnasse, el 15 de enero de 2015, tuvo lugar el entierro de Elsa Cayat, psicoanalista y columnista de Charlie Hebdo. Fue asesinada en el atentado contra el semanario satírico. Horvilleur era su amiga y tuvo que recitar como rabina el kadish, la oración final hebrea. La hermana de Elsa Cayat la presentó como una “rabina laica”. Horvilleur no lo percibió como una contradicción. Piensa que la laicidad no opone la fe al descreimiento y que es un territorio más amplio para garantizar las diferentes creencias.
[La historia de los judíos]
“Impide que una fe o una pertenencia acaparen todo el espacio”, afirma. Aquí los duelos están unidos a la entereza y a la preservación del recuerdo de quien se fue. El deber del oficiante, dice la autora, es “encarnar el pilar de una verticalidad” que a los deudos les ha abandonado. La narradora se vale de anécdotas, incluso de chistes judíos, para trascender el dolor.
Una de las historias se inicia con dos nombres: Marceline y Simone. Se trata de la cineasta Marceline Loridan-Ivens y de Simone Veil, la que fuera ministra de sanidad y abogada feminista. Las dos amigas, y las dos supervivientes del campo de concentración de Birkenau. La fuerza de esa amistad resulta extraordinaria; se referían a sí mismas como “las chicas de Birkenau”, para sobreponerse al horror. Horvilleur, amiga de ambas, ofició la ceremonia en el entierro de Simone Veil junto al Gran Rabino de Francia. Fue convocada por los hijos de Simone, “les parecía importante que la palabra de una mujer pudiera completar su oración”, dice la narradora.
La claridad del texto oculta un buen manejo de la escritura que alterna lo emotivo con análisis profundos
Sarah, Marc, el hermano de Isaac, Myriam, son los nombres de otras personas anónimas de quienes habla la rabina. En todos los relatos, la muerte es sólo una fantasmagoría, mientras que la vida es el milagro. Uno de los episodios más impactantes es el de Israel, un compañero de Delphine Horvilleur con quien vivió de cerca en Tel Aviv el asesinato del Primer Ministro y Premio Nobel de la Paz, Isaac Rabin, por disparos de un estudiante de la derecha extremista israelí.
La claridad del texto oculta un buen manejo de la escritura que alterna lo emotivo con análisis profundos sobre los rituales relacionados con la muerte. Aunque la sensibilidad es la de la religión judía, se transpira una comprensión que va más allá de los textos sagrados de una determinada creencia. El fallecimiento y el duelo son comunes a la condición humana, y Horvilleur se atreve a mirar a la muerte a la cara, porque considera que la historia sólo continua cuando la vida y la muerte se dan la mano.