Una flecha debe romper el agua, abrir cada molécula. Los brazos van unidos, estirados, una mano sobre la otra, y para que no se separen con el impulso, el pulgar de la mano de arriba debe abrazar la mano de abajo. Los hombros deben juntarse. Los codos, en los que nunca se piensa, mandan aquí, van cerrados.
Las cejas sobre los brazos, las mejillas sobre los hombros; el cuello está recto. La cabeza se apoya sobre los brazos. Me impulso con los pies contra el muro. Me sumerjo, tengo una dirección, un camino. Pateo. Voy soltando aire. Se trata de avanzar lo más posible bajo el agua. En una competencia esta salida es crucial, mientras menos brazadas des, mejor: significa que el impulso inicial ha sido potente, que esas moléculas se rompen a tu paso, las abres, las dominas.
El agua es tu aliada, te sostiene, te lleva a alcanzar la orilla más pronto que a los otros. No, yo no compito. Me deslizo y busco, necesito crear distancia con el mundo de afuera. Me pongo a cavar en esta agua luminosa. Un refugio. Por una hora vivo con otras leyes, sin gravedad, una brazada y otra, giro el torso para sacar la cabeza ladeada, recostada sobre el agua; si lo hago bien debo ver la mitad del mundo aéreo y la mitad del submarino. Respirar lo indispensable, dejar los pensamientos libres. Aquí floto. Soy la flecha. No quiero parar, es decir: quisiera no abandonar mi estado líquido.
[Socorro Venegas: "Hoy se condena cualquier cuestionamiento sobre la maternidad"]
A veces las moléculas son sentimientos son latidos.
Una estrategia de supervivencia. Lo veo en sus ojos. En el cuidado extremo con que me da la sorpresa de un pequeño escape. Un viaje para perdernos el fin de semana en Mineral del Monte, un viejo pueblo minero. Ha rentado una cabaña. Llena la cajuela con fruta, quesos y vinos caros. Atiendo sin ninguna pregunta la invitación. Hago una maleta sencilla, sin olvidar los tenis, la ropa deportiva para salir a correr. Y me subo al coche de la misma manera en que un día puse el pie en el estribo de este matrimonio, con una ciega confianza en que esta vez, ahora sí. Y nuevamente, sin hacer caso a ese pequeño salto del corazón que siempre me ha dicho que por mucho que quiera que algo salga bien, a veces no hay manera.
El camino no es largo, pero sí estresante. Él no revisa las rutas y acaba extraviado y culpando al copiloto, que soy yo. Y es cierto. No hay peor guía, despistada e incapacitada para entenderme con los mapas. Incluso siguiendo el Waze, me pierdo. Llegamos al anochecer a la cabaña. El dueño es un anciano amabilísimo, nos entrega las llaves y provee todas las indicaciones para encender la chimenea. Le pregunto si los alrededores son seguros para salir a caminar, me asegura que en cualquier ruta, hacia arriba por la montaña o bajando hacia el pueblo, estaríamos perfectamente a salvo. Menciona que algunos de sus huéspedes jóvenes regresan caminando de madrugada, cuando cierran los bares.
Dejar los pensamientos libres. Aquí floto. Soy la flecha. No quiero parar, es decir: quisiera no abandonar mi estado líquido
Mi marido prepara la cena, la sirve y luego trata de encender la chimenea. Una punzada de ternura: los fuegos no se le dan, pero ahí está intentando. Abro una botella de vino. Veo la comida sobre la mesa, mientras él lidia con los troncos y el ocote. Le pongo una copa y me llevo el resto a la habitación. Mientras acomodo algo de ropa en los cajones, bebo. Tengo una sed más parecida a la ansiedad. Hace mucho frío. Frente a la cama un enorme ventanal se abre a las montañas y un cielo estrellado. Me acuesto enredándome como un gusano en el edredón de plumas y me duermo casi de inmediato.
A la mañana siguiente me cuesta reconocer las paredes de adobe. El techo de vigas de madera. A lo lejos se escucha un camión frenando con motor. Me cambio de ropa y salgo sigilosa. Él duerme en la sala; en la chimenea se ve la madera consumida. La cena y la copa de vino que le dejé están intactas.
Salgo a correr por el camino de la montaña, un sendero estrecho que lleva al bosque, flanqueado por pinos sombríos. Está nublado. Un pensamiento me sigue. Me pregunto qué diferencia hay entre estar ahí sola o con él. Mi esposo. Ese hombre que sabe que nuestra vida en común agoniza. Que no logra la combustión de todo lo nuestro.
El sendero desemboca brevemente en una disyuntiva. La carretera o el bosque. Si giro a la izquierda puedo ver una sinuosa carretera, tan peligrosa que hay un camión volcado. A la distancia parece que se desangra, más cerca descubro que son jitomates. Llega gente en camionetas o empujando carretillas, todos a saquear el camión abandonado. Se ven contentos, celebran y cargan tanto como pueden. Una niña pequeña me ofrece un jugoso jitomate. Lo tomo y le doy una mordida, mientras ella me imita, entre risas. El jugo escurre de las comisuras de nuestras bocas.
Un pensamiento me sigue. Me pregunto qué diferencia hay entre estar ahí sola o con él. Mi esposo. Ese hombre que sabe que nuestra vida en común agoniza
De regreso en el bosque voy ascendiendo hasta ver un claro donde se abre una grieta profunda. Me detengo a mirar mientras recupero el aliento. Una herida ventral, tierra roja sin fin. Si cayera ahí dentro nadie jamás me encontraría. Un mundo en el que realmente no es tan difícil desaparecer. Mi esposo, qué pensaría él. Cuánto tiempo me buscaría. Rodeé la grieta, parecía no tener fondo. Podría caer y caer en ese abismo. Tal vez la vida era eso, una entraña abrupta.
El baño tiene una tina de mosaicos color blanco mexicano, que sin embargo es más bien amarillo. Es reconfortante volver de correr y sumergirme unos momentos. El olor de la lavanda y el vapor se concentran, y yo me dejo ir, sintiendo una vaga añoranza que no sé o no entiendo que es la memoria de mi cuerpo, la memoria del agua en la alberca. Más tarde, cuando busco mi ropa, entra él en la habitación. Me mira, quiero decir que no ve mi cuerpo, no es que me recorra, es más que una mirada, una comprensión de todo lo que soy. Siento su deseo. Aún queda eso. Nuestros ojos se encuentran. “Eres como un animal precioso”, dice mientras se da la vuelta. Me cubro sólo entonces, un reflejo tardío.
Dicen que nadar es como andar en bicicleta o hacer el amor: nadie lo olvida. Alberca y agua no son lo mismo. Te puedes ahogar, pero es una profundidad distinta. En el mar es extensión. En la alberca es profundidad, no importa el tamaño. Si no sabes nadar, te puedes ahogar en el chapoteadero, un lugar insondable para quien no flota. En la vida ocurre lo mismo.
Escritora y editora mexicana, Socorro Venegas (1972) es una de las cuentistas más reputadas de su generación. Sus relatos se han traducido al inglés y al francés, y han sido recogidos en varias antologías. Entre sus libros de cuentos destacan La memoria donde ardía (2019), Todas las islas (2002), La muerte más blanca (2000) o La risa de las azucenas (1997). Y entre las novelas La noche será negra y blanca (2009) y Vestido de novia (2014). Páginas de Espuma acaba de publicar Ceniza roja con ilustraciones de Gabriel Pacheco.