La familia es al cien por cien “un libro de Sara Mesa” (Madrid, 1976), aunque desde un lugar casi-otro que los anteriores, o quizás desde un ángulo ligeramente distinto. He aquí su talento de siempre para lograr que las atmósferas cotidianas engendren serpientes y que el tono lacónico anuncie fuego, aunque las unas y el otro acaben por revelarse como sucesivas formas (más soterradas) de la misma cotidianidad miserable, secreta, impronunciable.
He aquí los huecos y vacíos, la observación seca de situaciones ambivalentes, los diálogos fatales; todo lo que convierte a Mesa en una narradora cada vez más singular. Simultáneamente, la constelación de personajes se adensa y amplifica gracias al empeño por registrar cada rincón de la familia aludida en el título; las escenografías, aun escuetas, significan más que nunca; la trama lineal desemboca en retablo de perspectivas y evocaciones; y en la textura de su prosa medio sfumata medio metódica, cierta exactitud forense converge con el andar a tientas de la memoria. Una paradoja difícil de lograr, incómoda e hipnótica de leer. En fin: una novela buenísima.
Y luego, claro, a algunos nos ocurre lo siguiente: los miedos y máscaras de este padre, esta madre y estos hijos nos apelan de un modo tan íntimo que asusta. Pero no a causa de una jugada sentimental por parte de la autora, sino al contrario: debido a lo inextricable de los claroscuros que les atribuye, esos que compartimos pese a nuestra incapacidad de nombrarlos.
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La familia arranca con una página y media en segunda persona y tiempo presente que, bajo el epígrafe ‘La casa’, recorre las estancias dormidas de un hogar. Son treinta líneas que me absorben como lo haría un sueño. Y sé que es una referencia caprichosa, pero las imagino dirigidas por Ingmar Bergman, la cámara desplazándose morosa por un lugar que captura la gravedad del tiempo expectante. ‘La casa’ es un escenario previo a la batalla, o tal vez posterior (“mira y aprende”, recomienda la narradora, igual que Ven y mira es el título de una pesadilla bélica del director Elem Klímov, otra cita caprichosa y sin embargo tan demoledora). Treinta líneas para acceder a la gran institución fantasmagórica: una familia.
Casi hasta el final, el resto del libro pasa a la tercera persona. Los protagonistas son un padre que transustancia su quiebra íntima en autoritarismo solemne, una madre de frustración subterránea, dos hijos varones opuestos, una hija disconforme, una sobrina adoptada y satelital. Ni uno de estos personajes se deja reducir a arquetipo: ya sea en el presente o el pasado del relato, los seis desbordan de aristas, dolor y soledad.
De hecho, ahora que lo pienso, la soledad me parece la verdadera protagonista de la novela; y las dinámicas de poder son el hábitat cruel en el que habita, un ecosistema que enrarece el aire del hogar, se derrama por las escaleras de la finca, trepa por las paredes del instituto de los vástagos, por sus estudios y trabajos, relaciones y enfermedades.
Los miedos y máscaras de este padre, esta madre y estos hijos nos apelan de un modo tan íntimo que asusta
La inteligencia milimétricamente novelística de Mesa cristaliza esta urdimbre psicológica y ética en una sucesión de anécdotas discontinuas, aunque bien vertebradas y comunicadas. “Lo que pasa” en La familia es que pasan muchas cosas en las vidas que gravitan en torno al Leviatán familiar, cosas dispersas en el tiempo, atomizadas en multitud de percepciones individuales, declaradas o sepultadas. Lo que pasa es que negar que existen los secretos es el modo más retorcido de ocultar el mayor secreto de todos.
Para convertir la muy dispersa onda expansiva de la mentira originaria en estructura narrativa, la autora captura un reguero de escenas inolvidables que, sobre todo, violentan las expectativas políticas o morales de quien lee. ¿Cómo juzgar los actos en los que se confunden bien, mal, verdad y mentira, egoísmo y necesidad? Es decir, ¿cómo juzgar casi todos los actos? Cuando Sara Mesa lanza sus personajes a los más desagradables y conflictivos encuentros, es esto lo que se/nos pregunta.