Con rabia y con un sarcasmo que solo dice verdades, Joy Williams (Massachusetts, 1944) ha escrito la que sea, tal vez, la fábula más bella y despiadada, más dura y compasiva sobre el fin de la vida en la Tierra. En su anterior novela, Los vivos y los muertos (Alpha Decay, 2014), escrita hace ya veinte años, aparecían algunos de los motivos que también están aquí: desarraigo y aridez, asilos y niños solos, gente que sabe matar, pero no sabe vivir. En La rastra los vínculos entre vida y muerte no son sobrenaturales sino producto de un cambio climático irreversible.
Con un ritmo narrativo que es un susurro de sangre agitada y turbulenta, con una habilidad magistral para crear voces sensatas y delirantes, con una gracia mordaz para hacer de los diálogos piezas irreverentes de humor cruel, y convencida de que el antropocentrismo ha convertido al humano en un ser explotador y en un artilugio de muerte, la autora despliega una escritura imbatible para narrar qué ocurre cuando el planeta se ha convertido en un lugar inhabitable y sin embargo la vida de algún modo continúa.
Y digo de algún modo, porque a lo largo de esta novela los personajes viajan por paisajes de pura desolación; trozos de carne envasada donde un día hubo vacas, tierras negras, suelos yermos, lagos de espuma tóxica, autopistas de doce carriles, plásticos y basura y noches que nunca llegan; cementerios de armas, campos de residuos nucleares, un calor insoportable y ni rastro de animales ni de plantas ni de agua. Apenas si hay comida y todos deambulan hambreados.
Su protagonista, Khristen, es una adolescente abandonada a su suerte; su madre, primero borracha y después adicta al té, salta de grupo en grupo de autoayuda y nuevas fes, en busca de un sentido a su presencia en la Tierra. Obsesionada con la idea de que su hija de bebé murió y volvió a nacer, y que conoce secretos que serán fundamentales para salvar el planeta, la lleva a una escuela de altas capacidades y desaparece. La institución escolar quiebra y tras sus años de encierro sale a buscar a la madre. Una niña que se enfrenta sola a los parajes de muerte y que no tiene más don que el de observar la barbarie atónita y sin entender.
Y ahí empieza de verdad esta historia: una road movie donde la esperanza es una idea inconcebible y la belleza insólita de la naturaleza está, como la madre, perdida para siempre. Y el destino la lleva hasta Lola, una mujer que lidera un ejército de ancianos cancerosos terminales dispuestos a inmolarse en nombre de la vida; sus objetivos son científicos y farmacéuticas, asesinos de primates, oligarcas del agro, la Marina y los poetas.
La novela lleva al lector a un viaje por los desiertos incendiados de la
existencia, la violencia y la avaricia, pero también de la compasión y la escucha
Para ocultar el asilo, Lola regenta un motel sucio y derruido donde residen parias y marginados que no tienen donde ir y observan con indolencia cómo las cosas se pudren irremediablemente. Allí también está Jeffrey, un niño de diez años que vive obsesionado con la justicia ecológica y los delitos medioambientales, un niño a quien su madre, otra borracha más derrengada y sin fe, le riñe cuando se aflige por un par de peces muertos.
Y precisamente, ahí reside la clave de este cuento distópico: la brutal escisión entre humanos y naturaleza, el expolio sin medida de los recursos terrestres, la muerte de la conciencia de la vida de los otros, la arrogancia de los hombres, la urgente necesidad de un cambio de paradigma.
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A través de los dos niños, la novela lleva al lector a un viaje por los desiertos incendiados de la existencia humana, la violencia y la avaricia, pero también su reverso como rareza anhelada: la compasión y la escucha, el asombro ante un árbol o una planta que florece. Porque la colección de personajes entrañables es un regalo que hace Williams frente al horror de un planeta transformado en tumba abierta.