Es curioso, incluso paradójico, que dos figuras como Julio Camba o Francisco Umbral defendieran una literatura que se ocupara de la gente. La referencia al autor de Mortal y rosa, del que acabamos de conmemorar los quince años desde su fallecimiento, no solo alude al compartido oficio en el columnismo, sino al rechazo hacia el género humano que ambos incubaron en el transcurso de sus vidas. Ese temperamento huraño y ensimismado, rozando a veces la misantropía, se atribuyó también al escritor recientemente fallecido Javier Marías, cuya firma ya pertenece al olimpo de los grandes autores que publicaron sus textos en prensa.
El caso de Camba fue un fenómeno paulatino. Tal y como cuenta Francisco Fuster en Julio Camba. Una lección de periodismo, merecedor del Premio Antonio Domínguez de Biografías, el autor, que será recordado por sus textos teñidos de una profunda subjetividad, fue en sus inicios un tipo extrovertido al que le gustaba dar que hablar. En 1884 fue alumbrado en Vilanova de Arousa (Galicia), a 200 metros de donde nació 18 años antes Valle-Inclán. Odiaba asistir al colegio y a misa. Su negativa al ingreso en un seminario da cuenta de su temprana subversión: “Mis ideas no me permiten ser cura”, espetó a sus padres.
Antes de pasar del anarquismo más enardecido a la defensa de los sublevados en la Guerra Civil, Julio Camba fue testigo directo de la Europa prebélica en el siglo XX. Con apenas 17 años se esconde como polizón en un transatlántico con destino a Buenos Aires. Su colaboración en algunos medios anarquistas argentinos provoca su expulsión un año más tarde. Cuando lo traen de vuelta, deambula de calabozo en calabozo hasta que por fin lo dejan en libertad. “Pues no tiene cara de anarquista”, habría dicho el gobernador de Pontevedra. “Ni usted de gobernador”, contestó Camba.
Su siguiente parada sería la capital. El Café Nuevo Levante de la calle Arenal, el Colonial de la Puerta del Sol o la cervecería Cocodrilo en Santa Ana ampararon sus primeros pasos en Madrid, donde conoce a Rubén Darío, los hermanos Machado, Baroja y Romero de Torres, entre otros. El “feroz anarquista” que, sin embargo, “amaba la vida burguesa, los bistecs gordos y las mujeres finas”, tal y como lo retrató Cansinos Assens en sus memorias, encuentra espacio en publicaciones como Tierra y libertad o El Rebelde, fundada por él mismo.
No duró más que un año, pero fue suficiente para que Camba fuera detenido hasta en catorce ocasiones. Durante la boda de Alfonso XIII y Victoria Eugenia, el anarquista Mateo Morral lanza una bomba sobre la comitiva. El suicidio de su amigo, que ostentaba en el momento de su muerte una credencial para la boda que le facilitó Camba, le trae problemas con la justicia.
En directo, desde el siglo XX
El episodio supone un punto de inflexión en su vida. Ideológicamente, comienza a alejarse del anarquismo para acabar adoptando posturas conservadoras. En lo profesional, da el salto a las grandes cabeceras españolas, que lo envían como corresponsal a Europa y América. Es testigo directo de la lucha por el voto de las mujeres en Londres, de la Belle Époque en París, del inicio de la Gran Guerra en Berlín, del Crack de la Bolsa en Nueva York...
Bien pagado en medios como El Sol, La Tribuna o El Mundo, afianza su estilo ácido y lacónico, interesado por los personajes y repleto de ocurrencias ingeniosas. Eso sí, “no me tomen nunca completamente en serio ni completamente en broma”, advirtió en Mi nombre es Camba. El éxito de sus crónicas lo convierten en una figura célebre que, sin embargo, se va distanciando del ser humano.
[Julio Camba, el artículo como forma de vida]
Las dos grandes guerras mundiales lo sumen en un estado de depresión y la llegada de la Segunda República a España lo deja fuera de juego. En Estados Unidos, donde escribe uno de sus mejores libros, La ciudad automática, descubre que todos sus amigos se incorporan a cargos diplomáticos. Desengañado, esgrime las críticas más feroces en la tribuna de ABC, diario que lo catapultó a la fama años antes.
Su afilada pluma desprende mucho resentimiento, pero también ciertas dosis de antisemitismo y misoginia. La victoria de los sublevados en la guerra civil tampoco le entusiasma. Cuando le ofrecen un sillón en la Real Academia, lo rechaza con estas palabras: “Lo que yo necesito es un piso”.
Es el inicio de su declive. Instalado en Portugal, contrae una enfermedad que lo vuelve irascible y, a su regreso a España, se instala en el Hotel Palace para dejarse morir “cansado de sí mismo”, según dejó escrito González-Ruano en la necrológica que le dedicó en ABC.