Sobre el eterno debate acerca de si el suicidio es o no “condenable”, el filósofo del pesimismo por antonomasia, Arthur Schopenhauer, consideraba que “nada hay en el mundo sobre lo cual tenga cada uno un derecho más indiscutible”. El escritor y crítico literario Toni Montesinos no ha venido a defender con firmeza el postulado en su nuevo libro, La letra herida. Autores suicidas, toxicómanos y dementes (Berenice), pero sí a presentarnos a muchos escritores que abandonaron su vida a la autodestrucción.
La idea del suicidio o “valiente acto cobarde”, como él mismo lo denomina en la semblanza de Emilio Salgari, “se aposentó en mi instinto con más y más fuerza”, confiesa Montesinos en el prólogo autobiográfico, centrado en la figura de su padre. En un ejercicio que nos recuerda a la reciente novela de Miguel Ángel Oeste, Vengo de ese miedo (Tusquets), trata de sacudirse los traumas derivados de una convivencia con su progenitor, un hombre “simplemente despiadado” que “intimidaba con su cara de loco”.
“Excitado con la rabiosa idea de que tenía que matarle”, como en la arrasadora novela de Oeste, finalmente nuestro autor decide “perdonarle, no tener rencores” a su muerte y “buscar un sentido propio”. Escribiría poemarios, novelas y ensayos tan luminosos como este. Antes, una “vida llena de angustias y padecimientos” lo llevó a plantearse “para qué seguir vivo”, según confiesa el mismo autor que reúne las escabrosas vidas de grandes genios como Hemingway, Virginia Wolf, Silvia Plath…
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Además, las muertes voluntarias ancladas a la literatura japonesa, “pasional y mortuoria en grado sumo”, hicieron del harakiri un método que trascendió en Occidente. Salgari fue el escritor más famoso en llevarlo a cabo, pero no fue el único. El creador de Sandokán, presionado por el sello editorial al que estaba subyugado por un contrato que lo obligaba a escribir cuatro novelas en un año, pudo inspirar a Yukio Mishima, que utilizó el mismo procedimiento años más tarde.
Wolfgang von Goethe, por su parte, “exorcizó sus impulsos suicidas” —según las palabras de Montesinos— con la novela Las desventuras del joven Werther. El problema fue que la misma obra que apartó de la muerte al autor de Fausto inspiró, a su vez, numerosos suicidios en Alemania. Jorge Luis Borges y Herman Hesse lo intentaron, pero no llegaron a materializarlo. En cuanto a Jack London, que supuestamente se fue de este mundo acompañado de un cólico nefrítico, se cierne la sospecha de que pudiera haberse matado.
Pavese ilustra la teoría de que los suicidios a menudo se producen en las estaciones con temperaturas más agradables
Cesare Pavese ilustra la teoría de que los suicidios a menudo se producen en las estaciones con temperaturas más agradables. El narrador italiano, que dejó escrito el verso “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, se atiborró de somníferos en un hotel de Turín el 27 de agosto de 1950, “con el pretexto del desengaño amoroso con la actriz Constance Dowling”, dice Montesinos. Nueve años antes, en el mismo mes, se quitaría la vida la poeta rusa Marina Tsvietáieva, condenada al ostracismo por Stalin. En julio de 1961 Hemingway, aquejado de paranoias, se disparó en la boca con una escopeta.
“No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo”, escribiría en su carta de despedida Virginia Woolf a su esposo antes de sumergirse en el río Ouse con una piedra en el bolsillo de su vestido. Posiblemente reprimida por no poder manifestar sus instintos homosexuales, la depresión la acompañó a lo largo de su vida. La temprana desaparición de la madre y los supuestos abusos sexuales de su hermanastro agravaron la salud mental de la frágil autora de Un cuarto propio. La Gran Guerra precipitaría su empeoramiento hasta el fatal desenlace. Y eso que las últimas palabras de su novela Las olas rezan lo siguiente: “Contra ti me alzaré invita e implacable, oh muerte”.
Pero no es solo la tentativa de quitarse la vida la coordenada que emparenta a estos escritores, si bien prácticamente todos ellos valoraron en algún momento la posibilidad del fatal desenlace. Montesinos sabe que los pensamientos suicidas también obedecen al efecto de sustancias estupefacientes. En esta línea, revela un dato más que significativo: “Según los psicólogos, los escritores son de diez a veinte veces más propensos que otras personas a sufrir adicción al alcohol y enfermedades depresivas”.
Así las vidas truncadas de Rubén Darío, Nietzsche, Bukowski, Fernando Pessoa y otros tantos autores que desfilan por este enjundioso anecdotario de letraheridos. El primero murió de cirrosis a su regreso a Nicaragua, su país natal, tras abandonar Europa cuando estalló la Primera Guerra Mundial. El poeta compartía adicción con su amigo Edgar Allan Poe, admirador y traductor de sus obras, que tuvo una muerte similar. En cuanto a Fernando Pessoa, renunció a todo en la vida “con el fin de construir su obra”, cuenta Montesinos. El autor de los heterónimos —Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis…— muere a los 47 años por cirrosis hepática sumido en un pesimismo crónico.
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Francis Scott Fitzgerald “pedía interminables martinis y whiskies dobles y mantenía conversaciones brillantes, con total lucidez, pero cuando se ponía en pie para marcharse a veces se caía de bruces al suelo”, dice Marion Meade, la biógrafa que se ocupó del autor americano, muerto de un infarto en un momento en que estaba controlando su adicción. Por cierto: no es la única vez que Montesinos tiene la elegancia de citar (y ponderar) en el texto, no solo en la “bibliografía herida” del final del volumen, las obras de referencia que han alumbrado este texto: artículos, ensayos y biografías que ha examinado para elaborar los perfiles de cada uno de los autores.
Volviendo a los alcohólicos, Juan Rulfo se vio afectado, cómo no, por el asesinato de su padre y la muerte de su madre solo cuatro años después, episodios que hallarían correspondencia con el mítico arranque de la novela Pedro Páramo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera”.
Su elevada autoexigencia, que se traduce en una producción literaria exigua, se añadía al hecho de no poder dedicarse plenamente a la escritura. Es curioso, con todo, que la cumbre de su alcoholismo coincidiera con los años (1953-1955) en que escribió sus grandes novelas: El llano en llamas y la mencionada Pedro Páramo. Tampoco fue prolífico en su obra el autor de El guardián entre el centeno. J. D. Salinger se retiró de la esfera pública hasta su muerte en 2010. Los de Thomas Pynchon y Cormac McCarthy, aún vivos, son casos similares de aislamiento.
“Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”. Son palabras de Truman Capote, el autor de A sangre fría, contemporáneo de la Generación Beat de Allen Gingsberg, Jack Kerouac y William Burroughs, entregados a las drogas, que capitalizaron la mayor parte de su obra. Desde luego, los títulos más recordados.
Raymond Carver superó su adicción al alcohol con el apoyo de su esposa, que le salvó la vida.
“La camaradería de estos no casaba con el espíritu solitario” de Charles Bukowski, dice Montesinos. El autor maldito por excelencia despertó un día sangrando por la boca y el ano cuando solo contaba con 35 años. Tan a gala llevó el “realismo sucio”, una corriente que sigue influyendo a las más recientes generaciones, que no lo dejó siquiera en ese momento, pues confiaba en que el alcohol era “el combustible” que lo apartaba del suicidio.
Raymond Carver sí superó su adicción. El retratista de la fauna cotidiana en cuentos aclamadísimos, comparados con los del mismísimo Chéjov, encontró el apoyo en su esposa, que le salvó la vida. Si todos los anteriormente citados hubieran tenido la misma oportunidad, quizás no existiría este texto. Pero tampoco habríamos leído La letra herida de Toni Montesinos. Este libro, apasionante por todo lo que en él se revela, es también un magisterio literario donde el autor disecciona el lado más oscuro de unas vidas terribles para desvelar los hallazgos más fascinantes de sus obras.