Como muchos escritores, el cubano Severo Sarduy empezó su literatura como poeta, publicando en revistas varias, al inicio en su Camagüey natal. Severo (temo que bastante olvidado hoy día) nació en 1937 y murió en París de sida en 1993. Aunque en varios poemas y declaraciones dejó ver su simpatía por la revolución castrista, se marchó de Cuba en 1960 y no regresó jamás. El castrismo no era su estilo, marcadamente gay, inteligente y no poco exhibicionista de sí propio; aquella Cuba no podía ser su mundo y no lo fue, pese a su continua admiración por el clima y la sensualidad caribeños y su fascinación hacia Lezama Lima, un esplendor neobarroco.
Tras pasar fugazmente por Madrid, Severo en 1960 se asienta en un París todavía gran capital cultural y allí, a través del psiquiatra François Wahl, amigo de Lacan (Wahl fue oficialmente siempre la pareja de Severo, pese a la muy notoria promiscuidad del cubano) entra en contacto y casi forma parte del mundo cultural de la Rive Gauche, que pronto será la semiología llevada al texto –postulados de la revista Tel Quel– y su cercanía a una novela experimental con una rara mezcla entre esa neovanguardia semiótica, que hoy no ha revalidado su éxito grande de ayer, y el mundo cubano caribeño y afrooriental.
Entonces, años 70, esa combinación fue muy exitosa, otros la creyeron siempre difícil, fallida de algún modo, y de ahí su preterición actual. Pero las novelas de Sarduy, siempre en español, triunfaron en París –que era su residencia– y pronto en España y América. Aunque se inauguró con Gestos (1962), acaso las más famosas novelas de Severo fueron De donde son los cantantes (1967), Cobra (1969) –un hito de modernidad en esos años– o Maitreya (1978), donde va tomando más cuerpo su senda orientalista.
En esos años 70 finales, cuando lo conocí, Sarduy venía mucho a España, donde tenía editores y amigos y donde en aquel libérrimo Madrid, recorría jubiloso todas las estancias y antros gays. Como a Manuel Puig, entre amigos o conocidos, al poeta/novelista le gustaba hablar en femenino. Sus dos novelas finales (con un éxito levemente en declive) fueron Cocuyo (1990) y la por pocos meses póstuma, Pájaros de la playa (1993), donde es visible su despedida vital.
Poco antes de morir apareció –en Madrid– el último de sus libros de versos, Un testigo perenne y delatado junto a Un testigo fugaz y disfrazado, ambos libros juntos, plenos de sonetos y décimas barroquizantes. El soneto y la décima, desde sus inicios, fueron sus estrofas cuidadas y predilectas.
Severo nunca había dejado de publicar poesía (Mood Indigo, Daiquiri) a menudo en cuidadas y mínimas ediciones. Porque, digámoslo ya, si el éxito del Severo novelista fue notorio y grande, su poesía –en apariencia– nunca pareció pasar de la anécdota deleitosa de un aficionado.
El problema de Severo desde hoy –cuando urge tanto su revalorización y su ubicación definitiva– es saber si el cóctel cubano-parisino funcionó de veras, o tuvo algo de trampantojo. Personalmente creo en el poder renovador de sus novelas, hoy con otros ojos, y en el encanto de su lírica, esta mucho menos afrancesada que su novelística notable. Cobra me fascinó a mis veinte años. ¿Ocurriría ahora lo mismo?
Los poemas inaugurales de Sarduy, nunca recogidos en libro hasta hoy, este El silencio que no muere, son una notable curiosidad, a veces en exceso incipiente donde no está el mejor Severo, aunque no falten décimas o sonetos muy notables.
De Dos décimas revolucionarias
Árboles de sangre estallan
en medio de las praderas,
doradas enredaderas,
de arterias los ametrallan.
Por donde quiera batallan
la sangre helada y la muerte,
me puse de pronto a verte
por tu propia sangre ahogada
y se iluminó la Nada:
me decidí a defenderte.