"Todas las chicas beben, pero siempre me pillan a mí", afirma con su voz dulce y aterciopelada una joven e hipnótica Marilyn Monroe después de subirse el vestido y coger una petaca de su muslo en su primera intervención en Con faldas y a lo loco. Atractiva y seductora, la icónica actriz, tan en boga en los últimos meses por la interpretación de Ana de Armas en Blonde, encajaba perfectamente en el perfil de mujer fatal.
Sin ir más lejos no hacía mucho que había sido la tentación que vivía arriba para el neoyorquino Richard Sherman, interpretado por Tom Ewell en la pantalla. Sin embargo, como sostiene Elisenda Julibert (Barcelona, 1974) en el ensayo Hombres fatales (Acantilado), al escogerla para el papel de Sugar Kane, Billy Wilder consiguió más bien lo contrario: desactivar el mito de la femme fatale.
"Desde el punto de vista de los hombres —explica la autora—, Sugar Kane es la encarnación de la mujer peligrosísima, porque es unánimemente deseable y puede usar su atractivo para instrumentalizar a sus pretendientes y despreciarlos". Pero en el momento en que los dos protagonistas masculinos se ven obligados a disfrazarse de mujeres y comportarse como tales, descubren que la situación de Sugar no difiere tanto de la de ellos.
"De modo que la supuesta vampiresa no es una temible devoradora de hombres sino simple y llanamente una persona como ellos —afirma Julibert—. Aunque naturalmente eso sólo lo descubren —como el propio espectador— cuando las circunstancias los obligan a ponerse en el lugar de las mujeres".
Misteriosas, seductoras y atractivas, desde Cleopatra hasta nuestros días, las mujeres fatales han atormentado a los hombres hasta conducirlos a la más absoluta de sus desdichas. Bastó una sola mujer, Pandora, para extender el mal en el mundo. Otra, Helena, para comenzar la guerra de Troya. Y una más, Eva, para condenar a toda la humanidad. Nos lo han contado desde el inicio de los tiempos, aunque no fue hasta mediados del siglo XIX cuando, gracias a la literatura occidental la figura de la mujer fatal se consolidó con autores como Mérimée, Baudelaire, Keats o Swinburne, como analiza Mario Praz en su estudio La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica.
["El futuro es mujer": las escritoras que revolucionaron la ciencia ficción]
"Según señala Praz, siempre ha habido mujeres fatales en el imaginario, porque 'la vida real ha ofrecido ejemplos más o menos perfectos de feminidad prepotente y cruel'. No obstante, a lo largo de la historia ha habido figuras masculinas inmensamente crueles y despiadadas, y pese a que esa realidad está mejor documentada no existe el estereotipo del hombre fatal en nuestra tradición —sostiene Julibert—. Por eso sospecho que la existencia del mito de la femme fatale no atestigua, como cree Praz, la 'vida real', sino la fantasía y los temores de los autores —siempre hombres— que crearon las obras donde aparecen mujeres fatales".
De don José a Humbert
Y es que, si algo tienen en común los personajes femeninos de la literatura, como Carmen o Lolita, es precisamente que ambas fueron deseadas por personajes "delirantes". "Tanto don José como Humbert son convictos y cuentan su historia desde la cárcel, con la voluntad de obtener la clemencia de un auditorio al que presentan los atenuantes de una serie de hechos incriminatorios para sugerir que, pese a las apariencias, no son culpables sino víctimas".
Bajo esta premisa, argumenta la autora, "es muy difícil saber quiénes son esos personajes femeninos porque los dos relatos están narrados en primera persona por las supuestas víctimas de esas mujeres fatales. En este sentido creo que la femme fatale es un indicio del deseo masculino de sus creadores o de los personajes, y también de sus temores: son el reverso literario de la idealización de la mujer. Toda mujer fatal es la creación de un hombre maldito, es decir, de un infeliz".
En ese sentido lo poco que se conoce sobre la Carmen de Mérimée, estereotipo de "esa criatura mítica de la modernidad" que encarna la perdición de quien se enamora de ella, es su firme determinación por no perder su libertad bajo ningún pretexto —"no quiero que nadie me atormente y mucho menos que nadie me mande. Lo que quiero es ser libre y hacer lo que me dé le gana", llega a decir en un momento—. Sin embargo, como apunta Julibert, no es fácil saber quién es ella.
"En general, los relatos amorosos están destinados a dejar constancia de una experiencia subjetiva —eso los hace interesantes y valiosos—, no a ofrecer una descripción objetiva de los atributos de la persona amada. Y en particular, en el caso de don José hay numerosos indicios de que su relato es muy sesgado e interesado, porque necesita justificar tres asesinatos, enfatiza la editora.
[Las mujeres que tuvieron que escribir su propia violación para seguir viviendo]
Para ella, lo interesante de Carmen es que "delata los prejuicios y temores del personaje masculino, desde el epígrafe de Páladas de Alejandría que encabeza la novela: 'Toda mujer es hiel, pero tiene dos buenos momentos: en el tálamo y en el lecho de muerte'. En cuanto al personaje, es una pena que Mérimée desaprovechara la ocasión de enriquecer la literatura picaresca con un personaje femenino lleno de interés y potencial, porque eso sí habría sido un auténtico homenaje a la cultura española".
Pero si hay un personaje transformado a los ojos del narrador ese es el de Lolita. La historia de Nabokov es tan controvertida que aún hoy sigue generando diferentes interpretaciones. "La confesión de Humbert está destinada a convencer al lector de que la suya es una aventura amorosa, y Nabokov contaba con el inmenso poder de ese discurso en nuestra cultura, que es todo un prejuicio: en nombre del amor se cometen las mayores locuras, y cuanto más demencial más amoroso", opina la autora.
"Desde mi punto de vista ese prejuicio es precisamente el que trata de parodiarse mediante una evidente exageración: el objeto amoroso es una niña de 12 años, así que la reciprocidad del vínculo resulta improbable, pero paradójicamente eso es lo que hace más eficaz la historia, porque asegura el final trágico que tanto prestigio tiene en el contexto de la literatura amorosa occidental —teoriza Julibert—. El texto es deliberadamente oscuro y confuso porque Humbert es un mistificador. La conversión, por ejemplo, de Lolita en esa criatura fabulosa, la nínfula, gracias a la cual él se convierte en el Minotauro, es una imaginativa —y grotesca— manera de ocultar sus inhibiciones con las mujeres adultas".
Una sola Conchita
En un recorrido que abarca el arte, con la representación de Susana y los viejos en varios cuadros, y la literatura, Julibert desmonta también el mito de la mujer fatal en el cine, donde proliferó especialmente a mediados del siglo XX. "Las épocas donde el mito resulta más sugestivo y tiene más circulación son aquellas en que la misoginia se agudiza, por ejemplo a mediados del siglo XIX, cuando las mujeres empiezan a reclamar derechos como el sufragio universal; y más tarde, ya en el siglo XX, con el cine negro de los años 20 y hasta el de los años 50, período en que las dos guerras mundiales han permitido a las mujeres ganar terreno en el ámbito laboral, lo cual produce un considerable malestar, pues aumenta la competencia de mano de obra en el mercado laboral", reflexiona.
Pero además, hay otro factor que se repite en todos los relatos. "Analizar el estereotipo de la femme fatale me interesaba porque delata una representación del deseo muy común y problemática desde el punto de vista amoroso: primero porque la persona a la que supuestamente se ama queda convertida en un fetiche, de modo que lo que se describe no es una relación, puesto que no es posible la reciprocidad. Me parece curioso que muchos de los relatos que pasan por grandes historias de amor sean meros soliloquios".
Y añade: "Pero además los relatos de amores fatales abundan en el carácter maldito del deseo, lo que tampoco es una representación muy justa. El deseo es ambivalente: es esa comezón vital que nos inclina a perseguir cosas y, puesto que nos mantiene en vilo en la medida en que nunca está del todo satisfecho, es una inquietud irresoluble; pero también es una bendición, en la medida en que nos permite perseverar, o vivir, al fin. Lo que resulta fatal es la desaparición del deseo".
Bajo esta perspectiva, los personajes femeninos son vistos como algo supeditado a la narración de los hombres, "más como síntomas o indicios de la psicología de sus enamorados que como personajes por sí mismos". En este sentido, fue Luis Buñuel en Ese oscuro objeto de deseo quien difuminó el perfil de su protagonista hasta el punto de utilizar a dos actrices, Ángela Molina y Carole Bouquet, para interpretar indistintamente a su Conchita.
[Una mujer rodeada de hombres: cien fotos que muestran la soledad de las pioneras]
Una decisión que, según narraba el propio director al final de su vida en sus memorias, se tomó como un impulso desesperado para salvar un proyecto que peligraba: "De repente —aunque eso sí, después del segundo dry-martini— se me ocurrió la idea de hacer interpretar un mismo papel a dos actrices, algo que nunca se había hecho. Serge [Silberman, productor del cineasta] recibió con entusiasmo la idea, que yo le propuse como una broma, y la película se salvó gracias a un bar", relataba.
Aquella decisión, tuvo además otra repercusión. "Fue un eficaz modo de sugerir al espectador que ve a Conchita a través de los ojos del protagonista, Mathieu, que también narra su aventura amorosa en primera persona", concede Julibert. Ya Alfred Hitchcock en 1958, había introducido esta idea en Vértigo, donde tres mujeres muy distintas, Midge, Madeleien y Jude, simbolizaban las fantasías de su protagonista.
"Lo que llama la atención de Ferguson es su fetichismo, que resulta insoslayable en la escena en que pide a Judy que se vista, se maquille y se peine como la difunta Madeleine. Esa escena me parece una de las más desazonadoras de la historia del cine, porque asistimos a la aniquilación simbólica de una persona en nombre del amor. Ferguson es un necrófilo", afirma Julibert.
Los malditos de Hitchcock
Ampliamente conocido por su costumbre de "torturar" a las mujeres en sus películas, justamente, la filmografía de Hitchcock esconde a otros "hombres fatales", como el enamorado de Marnie en Marnie la ladrona. "Es un loco furioso: cree salvarla obligándola a casarse con él, para lo cual la chantajea diciéndole que si no obedece la denunciará a la policía. Y no contento con eso, cuando ya están casados y lógicamente Marnie no está muy por la labor de consumar el matrimonio involuntario, la termina violando convencido de que eso la curará definitivamente de su trauma, cuyo síntoma es la cleptomanía", señala.
"Naturalmente, si el personaje de Marnie no fuera femenino sería un ladrón de guante blanco —añade—, personaje que por cierto goza de mucha simpatía en la industria del cine de Hollywood: el propio Hitchcock le rindió tributo con Atrapa a un ladrón (1955). Pero puesto que es una mujer, el latrocinio no puede ser un modo de vida libremente escogido, sino el resultado de una enfermedad que se cura contrayendo matrimonio y cumpliendo con los deberes conyugales".
Con todo, opina Julibert, "no creo que exista un prototipo de hombre fatal. Titulé Hombres fatales el libro para trasladar a los lectores la incomodidad y amargura que produce verse incluido de antemano en una categoría destinada claramente a condenar. Así que el título es una broma pesada, pero también una invitación a ponerse en el lugar que tradicionalmente ha ocupado la otra mitad de la población".
Y concluye: "Dicho esto, si puede aplicarse a alguien la expresión de 'hombre fatal' es sólo a los creadores de mujeres fatales —ya sean los autores (Mérimée, por ejemplo) o los personajes (Humbert)—. No sé si es cierto el dicho de que 'detrás de todo gran hombre hay una gran mujer', pero lo que con toda seguridad es cierto es que detrás de toda mujer fatal hay un hombre fatal, porque la mujer fatal es la horma exacta de la fantasía y las pesadillas de ciertos hombres", concluye.