Fue Octavio Paz quien definió a Serra (inicio de los 70) como “el ermitaño de Palma”. Cristóbal Serra fue no pocos años colaborador de Vuelta, la mítica revista de Paz, y este en una carta le cuenta su fin con pesadumbre, alegando que contará con el mallorquín para nuevos proyectos. Este año se cumple el centenario del nacimiento de Serra (28 de septiembre) y también hace poco más de un mes, los diez años de su muerte.
Cristóbal Serra (Palma, 1922-2012) se me aparece de pronto en una constelación singular de raros ilustres; digamos entre Juan Larrea y Juan Eduardo Cirlot. Con el primero la conexión es evidente, pues el propio Serra publicó a finales de los 70 una antología de prosas de Larrea con el título de Ángulos de visión. Tanto Larrea como Serra se saltan (Serra más) el diagrama de los géneros. Cirlot fue esencialmente poeta y crítico de arte, pero como los otros dos, sintió nostalgias lejanas y la imperfección del mundo hodierno.
Siguiendo al crítico Antoine Compagnon, todos ellos fueron declaradamente “antimodernos” que resulta, por paradoja, una forma de la modernidad. “La única modernidad digna de ese nombre es la modernidad antimoderna.” Recordemos, Baudelaire detestó la fotografía y la luz de gas urbana, pero las usó. El antimoderno sabe que es hijo de su tiempo, enfrentándose a él.
[Cristóbal Serra, el profeta de la heterodoxia]
En el mundo de los viajes y de la globalización, Serra apenas salió de Mallorca. Su juventud era el puerto de Andratx, pero cuando volvió a verlo en pleno desarrollismo turístico, le horrorizó y no regresó. Él sabía (como de otro lado Cirlot) que de un modo silenciosamente hostil –aunque no falto de la crítica y feliz risa del taoísta– rechazaba la Historia y en consecuencia el mundo contemporáneo. Tradujo al español a Blake y a Lao-Tsé –sin saber chino– porque lo visionario suntuoso y el camino de la naturaleza, se sitúan de suyo fuera del tiempo.
El viaje pendular (edición y buen prólogo de Nadal Suau) se presenta bien como una “antología definitiva” de Serra, donde no está todo, pero sí lo esencial. Declara con acierto seguir la línea que, en 1996, de la mano de Basilio Baltasar, abrió la edición de Ars Quimérica, presentado como “obra completa”. Serra, profesor muchos años de instituto, hombre que se ocultaba en la modestia y la sabiduría, es un prosista (no quiso llegar a la novela) donde lo breve, el fragmento o el aforismo, lo abarcan todo, contando con su infancia, desde la teología más rara –puede ser un católico muy heterodoxo– hasta su curiosidad por los asnos, la asnología, pasando por viajes a geografías inventadas, como El viaje a Cotiledonia de 1965.
Cristóbal Serra es un prosista donde lo breve, el fragmento o el aforismo, lo abarcan todo
Suau ve muy bien en su prólogo como, desde luego a su propio modo, Serra cumple lo que, en 1985, Ítalo Calvino denominó Seis propuestas para el próximo milenio: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad. Serra usaba su propio viejo lema: “Seamos leves, seamos como niños”. Parte de la rareza de Serra (y de su fascinación) es que rompe las clasificaciones al uso. De lo personal pasó a lo cotidiano y de ahí –sin pausa– a lo espiritista, imaginario o fáustico. Empezó tarde, su primer libro –de textos cortos– es Péndulo y otros papeles de 1957. Sin prisa ni pausa, su muy singular obra, tan sencilla como culterana, llega hasta 2007, con Tanteos crepusculares.
Amigo y cercano a Henri Michaux, tiene también una conversación imaginaria (entre otras) con Chesterton, no falta de puntos en común: “Pilatos fue una rara flor del Mediterráneo”. El lector no podrá dejar de notar los sabrosos y muchos neologismos o arcaísmos de Serra. Cito muy al azar: “biribís”, “acabijos”, “ludibrio”, entre muchos. Cristóbal Serra, ermitaño rebelde, es la belleza de lo raro, que salva el mundo.