Hay Premios Nobel que no son difíciles de prever, como los que se concedieron en Física a raíz de la confirmación experimental de la existencia del Bosón de Higgs (2013), de la detección de ondas gravitacionales (2017) o del estudio teórico de los agujeros negros y el descubrimiento de uno de ellos en el centro de nuestra galaxia (2020). Pero muchos constituyen una sorpresa, aunque una vez anunciados se reconozca, en general, que los galardonados tenían méritos de sobra.
En Física, al margen de los “obvios” citados, acerté con el Nobel: el concedido al astrofísico Subrahmanyan Chandrasekhar en 1983 por sus estudios teóricos sobre la estructura y evolución de las estrellas, aunque no pude prever que lo compartiría con William Fowler, responsable de importantes trabajos sobre la formación de los elementos químicos en el universo. Eso sí, me irritó que no se incluyera en el Premio a Fred Hoyle, quien hizo tantos méritos como Fowler en el mismo campo. Imagino por qué no lo recibió, pero esa es otra historia...
Una predicción que hace años venía haciendo, y que año tras año no se cumplía, hasta ahora, era que el físico experimental francés, Alain Aspect, del Instituto de Óptica Teórica y Aplicada de Orsay, recibiría el Premio Nobel de Física por los experimentos que había realizado a comienzos de la década de 1980 y que confirmaban una muy sorprendente propiedad de la mecánica cuántica, propiedad que ya había avanzado Erwin Schrödinger en 1935 en un artículo especialmente recordado porque en él presentó el experimento imaginario conocido como el “gato de Schrödinger”.
Socavará nuestra idea de lo que es la realidad pero la mecánica cuántica es cierta, o no se ha demostrado que no lo sea
Schrödinger denominó a esa propiedad “Verschränkung” (entrelazamiento), una muy contraintuitiva propiedad manifestación de la no localidad de la teoría cuántica, que viene a decir que elementos que han formado parte de un mismo sistema cuántico continúan “informados sobre sus devenires”, con independencia de cuánto tiempo haya pasado y de cuánta distancia les haya separado.
Resucitan así las viejas acciones a distancia, que Isaac Newton utilizó para explicar el movimiento de los cuerpos: la fuerza que relaciona a, por ejemplo, la Tierra y la Luna se transmite instantáneamente sin necesidad de ningún medio. Es célebre la frase que Albert Einstein, en una carta que escribió a Max Born el 3 de marzo de 1947, utilizó para expresar su opinión sobre el entrelazamiento cuántico: “Fantasmagóricas [spukhafte Fernwirkung] acciones a distancia”.
No es de extrañar que ante semejante característica se levantase un muro de silencio, muro que fue derruido por el físico irlandés John Stewart Bell (1928-1990), quien terminó trabajando en el CERN, el megacentro europeo de investigación en altas energías (partículas elementales).
En 1966, Bell publicó un trabajo teórico en el que presentaba un teorema que permitía averiguar en qué condiciones experimentales se podría saber si el entrelazamiento –y, por consiguiente, la mecánica cuántica– es real. Provisto del análisis de Bell, un grupo encabezado por John Clauser, uno de los galardonados con el Premio Nobel de 2022, propuso en 1972 un experimento concreto para aplicar en él la prueba de Bell. Sin embargo, los resultados experimentales que se obtuvieron no fueron concluyentes. Sí lo fueron los que llevó a cabo en 1982 el equipo de Aspect. Y el resultado favoreció a la mecánica cuántica.
Los trabajos de Aspect tuvieron continuación con los que llevó a cabo en 1997 un grupo del Instituto Experimental de la Universidad de Innsbruck, dirigido por el tercer Nobel de Física de este año, Anton Zeilinger que, ya afincado en la Universidad de Viena, amplió en 2015 el rango de distancia con la que se comprobaba el entrelazamiento –al que en ocasiones se denomina “teletransporte”–, utilizando dos detectores situados, respectivamente, en la isla de La Palma y en Tenerife, esto es, separados 143 kilómetros.
[Un Nobel a los hallazgos sobre Neandertales]
Será rara, contraintuitiva, socavará nuestra idea tradicional de lo que es la realidad, pero la mecánica cuántica es cierta, o no se ha demostrado que no lo sea. Y, además, el entrelazamiento abre la puerta al establecimiento de una nueva especialidad: la computación cuántica. (Sobre todos estos temas, recomiendo un libro que Ediciones B acaba de publicar, La revolución cuántica, de un excelente físico teórico, Alberto Casas).
Todo esto fue posible gracias al trabajo de John Bell. Y ello me lleva a la siguiente consideración. Los estatutos de la Fundación Nobel prohíben que se otorgue el Premio Nobel a una persona fallecida, pero ¿no deberían existir excepciones? ¿Es justo que Bell no comparta este Nobel (del que se podría prescindir a Clauser o a Zeilinger)? ¿Que Roger Penrose lo recibiera en 2020 y no también el desaparecido Stephen Hawking, autor de los mismos resultados teóricos –y alguno más– sobre agujeros negros que Penrose? ¿O que Rosalind Franklin, fallecida en 1958, no formara parte del trío –a expensas de Maurice Wilkins– junto a Watson y Crick del Nobel de Medicina de 1962 por el descubrimiento de la estructura del ADN?
Me alegra que el Nobel de Fisiología o Medicina haya recaído este año en el sueco Svante Pääbo por haber desarrollado métodos precisos para el estudio del ADN antiguo, que han permitido la recuperación del genoma de especies desaparecidas hace cientos de miles de años, en particular de los neandertales, resultados que nos han enseñado mucho sobre nuestra propia especie, pues han demostrado que Homo sapiens y neandertales mantuvieron relaciones sexuales fértiles.
Ya recomendé hace tiempo, y lo reitero ahora, la lectura de su libro, El hombre de Neandertal. En busca de genomas perdidos, publicado en 2015 por Alianza Editorial. Con este galardón la Academia Sueca muestra una magnífica comprensión de lo que es la medicina moderna.
No puedo olvidar el Premio Nobel de Química, otorgado a Carolyn Bertozzi, Morten Meldal y Barry Sharpless, que han desarrollado técnicas que permiten construir, en el laboratorio o dentro de organismos vivos, moléculas complejas, un resultado con evidentes aplicaciones a la preparación de medicamentos, polímeros, nuevos materiales o marcadores biomoleculares. “En lo que se refiere a sus aplicaciones, nos encontramos en la punta de un iceberg –ha manifestado Angela Wilson, presidenta de la Sociedad Americana de Química–. Creo que esta química va a revolucionar la medicina en muchas áreas”.
Y así, como cada año, los Premios Nobel de Ciencia representan un magnífico testigo, un notario exclusivo, del extraordinario avance de la ciencia.