Cuenta Mariana Enríquez en uno de los artículos reunidos en el reciente El otro lado (Anagrama) que convocar a un fantasma cuesta mucho trabajo. Más bien, señala, se trata de un acto de magia. “La nigromancia es la disciplina que invoca a los espíritus para pedirles conocimientos o favores –escribe–. Saberes y poderes. La magia, en inglés, suele llamarse 'art': arte. En castellano, a un acto de magia se le da el nombre popular de ‘trabajo’”.
Acostumbrada a pasear por los cementerios del mundo, como nos relató en Alguien camina sobre tu tumba (Anagrama), Enríquez habla con conocimiento de causa. Convertida hoy en una de las escritoras de terror más relevantes de la actualidad, con títulos como Las cosas que perdimos en el fuego y Nuestra parte de noche, sus textos están poseídos de espectros, huesos y desaparecidos que se pasean libremente entre sus páginas.
Invocar a los espectros acarrea un esfuerzo. También María Fernanda Ampuero, Mónica Ojeda, Natalia García Freire, Fernanda García Lao, María Bastarós y Layla Martínez lo saben. Todas ellas, mujeres de habla hispana, han traspasado los límites entre el mundo de los vivos y de los muertos para hablarnos de violencia y de trauma, de venganza y de rabia. El fenómeno, no obstante, no es nuevo. En Latinoamérica, por ejemplo, “siempre ha habido escritoras trabajando con el miedo, la violencia, el daño y la crueldad”, señala Ojeda recordando algunos nombres como Armonía Somers, María Luisa Bombal, Alejandra Pizarnik, Inés Arredondo o Amparo Dávila.
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A nuestro lado del Atlántico, en España, la presencia del género en nuestra tradición literaria es mucho más difusa. Más allá de nombres clásicos como María de Zayas o Emilia Pardo Bazán, encontramos solo algunas autoras más contemporáneas que lo hayan trabajado. “Ana María Matute juega con el terror en Los niños tontos, por ejemplo, y Cristina Fernández Cubas y Pilar Pedraza son maestras del género”, añade Bastarós, quien, no obstante, no se considera especialmente consumidora de literatura de terror. “Me interesa más lo inquietante, lo oscuro –tercia–. Ahí situaría el magnífico Un amor de Sara Mesa, por ejemplo”.
Pero ¿por qué en los últimos años se habla más de ellas? “Lo que ha cambiado es que ahora mismo el interés lector se ha volcado sobre este tipo de autoras que antes estaban por circunstancias sociogeográficas mucho más esquinadas –responde Ojeda–. Además, siempre ha existido una especie de desdén por el género de terror y de lo fantástico como si no fuera verdadera literatura porque a priori se decía que trabajaba temas menos serios cuando, ¿qué puede haber más solemne que la emoción del miedo que es lo que nos determina y básicamente lo que se convierte en una especie de brújula en nuestras sociedades?”, cuestiona la escritora.
Sobre fantasmas y casas encantadas
Para Ampuero, además, enfrentarse a este tipo de literatura conlleva todo un desafío. No es fácil, recuerda, “conseguir que una persona se abstraiga tanto, que no solo se crea la historia que está leyendo, sino que sienta el miedo hasta el punto de necesitar encender la luz, contemplar su alrededor, y mirar los espejos o debajo de la cama”. Autora de varios volúmenes de relatos tan inquietantes como Pelea de gallos o Sacrificios humanos, ambos en Páginas de Espuma, la escritora reconoce que a ella lo que le gusta es el susto.
“Me atrae asustarme y sentir cosas viscerales. Me atrae el terror por las posibilidades de contar el trauma de una manera no literal que, sin embargo, ayuda a que esa historia se vuelva real, paradójicamente, por medio de la ficción –señala–. Lograr que te identifiques con un personaje que es sometido a torturas por un poder inexplicable y superior puede explicar inmediatamente las dictaduras, los huesos, las desapariciones, los fantasmas que tienen algo no resuelto y se quedan en el plano humano y real. Normalmente ese algo no resuelto tiene que ver con la violencia, con que fueron asesinados o asesinos. El terror permite una narrativa del mal que no permiten otros géneros más literales y más miméticos con la realidad”.
Precisamente sobre fantasmas y asuntos pendientes, Layla Martínez se nutre de las tradiciones populares para encantar la casa de su abuela en Carcoma, una primera novela que atrajo la atención de la propia Enriquez cuando la definió como “una obra tensa y estremecedora, que se ocupa de los espectros y las cuestiones de clase y la violencia y la soledad con naturalidad, como si las brujas le hubiesen dictado a Layla Martínez esta lúcida y terrible pesadilla”. Lo suyo es, además, un relato de venganza por la historia de abusos y violencia que han sufrido las mujeres de su familia.
“Quería que, al menos en la ficción, se pudiera restituir ese daño”, confiesa esta joven debutante que admite que el género narrativo fue una elección casi natural, porque lo sobrenatural es algo habitual en su familia y bebe de las leyendas y tradiciones de la zona de Cuenca, entre La Alcarria y la Sierra. Para ello, Martínez nos habla de costumbres como dejar un hueco en la mesa para una persona que ha muerto recientemente o encender velas en los altares.
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“En la casa de mi abuela materna, que es la de Carcoma, la cultura de la muerte está bastante presente y existe esa creencia popular de los fantasmas que tienen algo pendiente. Yo también creo que hay formas de comunicarse con ellos, en mi familia es algo bastante habitual. Sobre todo en mi abuela que dice que ha visto a gente que se le ha aparecido, particularmente a su madre –mi bisabuela–, y lo cuenta con naturalidad”.
Tal vez porque como apunta Fernanda García Lao “el terror es un evento momentáneo”. Al menos la autora de Sulfuro (Candaya) prefiere “algo menos obsceno”. “Las fobias, las duplicaciones, el deseo o el asco existencial son emociones oscuras al alcance de cualquiera”, explica. Dramaturga y poeta argentina, además de narradora, García Lao explora en su novela la fragilidad mental de su protagonista, cuya vida se mezcla con la de los muertos que viven al otro lado de la calle.
“He vivido a doscientos metros de un cementerio durante más de veinte años. Es natural que se filtre en mi escritura. La escena final de La piel dura, una novela que publiqué en 2011, terminaba con cierto enigma ahí mismo, en una tumba que elegí para la ocasión. Me atrae la promiscuidad. No hay idealización ni voluntad gótica. Fui dark en la adolescencia, ahora el gesto me quedaría ingenuo. Al principio, cuando me mudé, veía salir del cementerio cada mañana a un señor mayor de pelo canoso y largo, embutido en su trajecito precario, y fantaseé con que era un muerto que se dirigía al supermercado con el propósito de desayunar y así postergar su muerte de un modo saludable”, comparte.
Aunque, al contrario que Martínez, reniega de lo paranormal, incluso de lo normal también, explica que la percepción depende de la capacidad de imaginar. “Vidas huecas no conozco, no hay quien sea normal, es hipocresía –reflexiona–. Cada cual oculta con esmero a su demonio. Y cuando aparece el costado criminal de algún vecino que pensábamos inocuo nos sorprende. Lo calificamos de monstruo. Era un ciudadano retentivo, no más. Alguien a la espera de perder el disfraz. Desde Pedro Páramo, desde La amortajada, siento que trabajar en ese territorio no debería considerarse novedad".
"Leímos a Emily Dickinson, tan oscura y agazapada, sin necesidad de solicitarle a su poesía una línea, una demarcación exacta entre lo vivo y lo muerto", añade, pues "no hay vida sin muerte y viceversa. La literatura no puede prescindir de esa contradicción. En cuanto a lo fantasmagórico, toda escritura lo es, en la medida en que damos vida a seres inexistentes, hechos de lenguaje. Apariciones sin materia, pero con voz capaces de instalar su discurso durante generaciones”.
Del terror de lo cotidiano al gótico andino
Terror o no, lo cierto es que las historias que nos cuentan estas autoras acaban por volverse amenazantes. María Bastarós que en No era a esto a lo que veníamos (Candaya) muestra el terror de lo cotidiano a partir de un conjunto de relatos protagonizados por mujeres, adolescentes y niñas, reconoce también que el género no era su prioridad ni su intención. “Mi escritura –afirma– parte de lo cotidiano y es al desarrollarse cuando siempre vira hacia lo inquietante, o más que virar, lo abre. Y al diseccionarlo, asoman trazas de extrañeza, de incomodidad, que van amontonándose hasta revelar un fondo terrorífico. Creo que esa es la palabra (revelar) más apropiada: en mi caso no hay una construcción intencionada del terror sino que, al indagar en lo cotidiano, se acaba mostrando la oscuridad que lo habita”.
Como Bastarós, tampoco Mónica Ojeda se considera una autora pura del género del terror. La escritora se dio a conocer en 2014 con La desfiguración Silva, y ganó popularidad tras la publicación de Mandíbula (Candaya) en 2018, donde narraba la historia de una adolescente obsesionada con las historias de terror que era secuestrada por su profesora de literatura, y más recientemente por Las voladoras (Candaya), donde el terror le servía de nexo común para explorar la violencia de género, la sexualidad y otros temas.
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“Creo que mis libros sí trabajan con una conciencia de intensidad la emoción del miedo, también la violencia, el daño, la crueldad y el deseo y eso genera atmósferas que pueden facilitar el miedo de los lectores, que además se conecta con los miedos esenciales y atávicos, ya no solamente de los individuos sino también de las sociedades”, dice.
La obra de Ojeda, como la de García Freire, se enmarca dentro de lo que se ha denominado como gótico andino. “Apareció con la publicación del bellísimo libro de cuentos de Mónica Ojeda, Las voladoras, y me parece que ahora incluye a ciertas obras que escribimos autoras latinoamericanas que usamos el paisaje andino como centro de un terror antiguo que se mezcla con todo tipo de situaciones actuales –afirma García Freire–. En ese sentido alude a dos cosas importantes: el paisaje y su condición de ser que modifica las vidas de las personas, las encierra o las libera; las puede llevar a su condición más animal o a sus miedos más primitivos y, por otro lado, la recuperación de elementos sobrenaturales que, para mí, son parte de una cierta herencia del territorio. Yo no puedo entender mis montañas, mi paisaje sin creer que son sitios del bien y del mal, de lo divino y de lo sagrado”.
La autora de Trajiste contigo el viento (La Suiza), cuya prosa, afirma Bastarós, “provoca pesadillas psicotrópicas, puro mal viaje sin drogas, todo conseguido a base de talento”, cuenta que su novela partió de tres ideas: “Primero, mi miedo a la locura y a la vez una atracción hacia ella; quería explorarla en todas sus posibilidades, las más luminosas y las más oscuras”. Después su deseo de indagar en la violencia, “como una fuerza natural, que crece, que se apacigua, que se contagia, de ahí las ganas de entender la violencia colectiva de este pueblo imaginario, Cocuán, y su forma de destruir o de contenerse”, explica.
“Esto también se da, supongo, porque siempre he vivido en un lugar cuya violencia no es explícita, no es como la de las grandes ciudades , sino una violencia más secreta, más silenciosa que aniquila, que no admite lo débil o lo frágil, que está muy ligada al machismo, al catolicismo, a la clase y la raza. Me interesa esa idea de la violencia como una fuerza subterránea que está muy pegada a un sistema de valores, creencias, en una sociedad y que en algún momento explota”. En último lugar, estaba su “obsesión” con lo animal, “como última posibilidad de salvación –matiza–. En Cocuán todos los personajes tienen un reverso animal que puede salvarlos y que ellos deciden ignorar o abrazar”.
El miedo, como catalizador de historias
De fondo, en estas historias, subyace también el interés por el miedo. Sentimiento que Bastarós relaciona inevitablemente con la vida de cualquier mujer. Bien sea por las propias experiencias –“tal vez agresión sexual, casi seguro acoso callejero, acercamientos indeseados y persistentes”–, bien por el modo en que nos contamos esa violencia. “Existe un discurso muy naturalizado sobre la debilidad de la mujer respecto al hombre –física, emocional e intelectual– que nos despoja a nivel psicológico de cualquier poder. Eso genera un miedo aún mayor, un miedo desesperanzado, el miedo de la indefensión aprendida. No es extraño que esto cristalice, de manera muy orgánica, en literatura con tintes de terror”, argumenta.
También en el cine, añade, hay directoras contemporáneas experimentando con el terror. “Desde Julia Dacornou a Amy Seitz, y además de manera bastante experimental. Imagino que es un territorio que azuza nuestra creatividad porque desde pequeñas estamos obligadas a dialogar constantemente con el miedo”.
Un miedo que se retuerce, se agudiza más, si, como es el caso, vives en un contexto complejo, como ocurre en muchas de las regiones de Latinoamérica. “Vengo de un país que es tremendamente violento y de una ciudad donde las tasas de feminicidios están por las nubes –comparte Ojeda–. Ese es el verdadero horror: la realidad de la vida de las mujeres en países en donde no se protegen sus derechos y en donde todavía queda mucho por hacer".
No obstante, "luego también está el terror de vivir en sociedades donde la desigualdad y la estructura colonial todavía se mantienen. Eso genera mucho dolor social, lo que da paso a la crueldad y al horror. Que haya tantas escritoras trabajando estos temas lo único que significa es que esos cuerpos que escriben son cuerpos expuestos a todos esos daños. Cómo no escribir sobre todo aquello que te está pasando en la piel, que te está sucediendo en la carne, es imposible, la escritura es eso, la palabra está encarnada”.
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No se equivoca. Precisamente de Ecuador son también otras autoras que han coqueteado con el género como Solange Rodríguez o García Freire. También, cómo no, Ampuero, una de las más relevantes dentro de la literatura de terror hispanoamericana. “En Latinoamérica la gente de mi generación nació en dictadura o vivió los últimos coletazos de alguna y hay algo en las casas que simboliza la historia de la ciudad y el país –explica esta última, que analiza cómo el terror se enfrenta a estos relatos–. Al igual que la casa mítica, la casa gótica, era una casa que evocaba el momento de la Gran Depresión: estas personas que lo tuvieron todo, que tenían mansiones y que al tener que irse a buscar trabajo a sitios pequeños, cubrieron sus muebles con sábanas blancas que si veías desde fuera te parecía un espectro”.
Esa atmósfera, “terrorífica per se”, es la que inevitablemente alumbra los textos de García Freire. “Soy una mujer mestiza que ha vivido toda su vida en una ciudad pequeñita, conservadora, religiosa; para mí la religión es terrorífica y violenta, es un artefacto de control y las montañas siempre han sido un lugar de lo sagrado y también de lo animal y salvaje. Todo eso fue naciendo con la escritura quizá porque no tenía otro paisaje al que acudir. En ese sentido, lo que más me interesa al narrar este paisaje andino es entender ese lenguaje en el que todo puede suceder, en el que todo habla, los muertos, la tierra, y todo tiene también la capacidad de volverte loca”.
De la advertencia a la denuncia
La realidad se revela entonces como mucho más aterradora que una ficción que se puede apartar en cualquier momento. “Tiene un fin. Tienes la posibilidad de controlarlo. La realidad, no –sostiene Ampuero–. Pero es que además se siente en la carne, todos los géneros están ahí. La depresión, por ejemplo, es más terrorífica que cualquier cosa que puedas ver en la pantalla. Hay vidas que parecen escritas por David Lynch o por Stephen King. Lo que yo hago es subirle el volumen a la realidad, ponerle una luz especial o espectral y hacer que te vincules con un personaje que te puede representar a ti, pero también a otras personas que sufren esas violencias. Siempre digo que yo escribo desde la ira, que a mí la xenofobia o el machismo, el odio al otro, todo eso me enferma”.
Y, para argumentarlo, acude a la actualidad. “Solamente las normas que ha establecido el Mundial de Qatar, que prácticamente son del ‘Gran Hermano te vigila’… Parece ciencia ficción, como de Gilead en El cuento de la criada, y todos los países han decidido aceptar esto. Entonces ves cuán fácil podría ser establecer esto por el dinero. Que haya impuesto que las mujeres no puedan beber alcohol, reír ni hablar muy alto, oír música, bailar… Ahí tienes un relato. Lo que pasa con Putin, la amenaza nuclear, ahí tienes otro cuento. Y es un cuento que a mí me hiela la sangre porque en cualquier momento este hombre decide acabar con todo. Otra vez el horror de la energía nuclear, que inspiró de hecho en Stephen King varias de sus historias en el momento de la Guerra Fría”, recuerda.
Y así pasamos del terror como advertencia, al terror como denuncia social, como señala Bastarós. “Antes teníamos mucha película centrada en la mujer exclusivamente como víctima, un terror que decía: mira lo que sucede si te vas sola de casa, si te subes a ese coche, si te marchas con ese hombre, si exploras tu sexualidad. Ahora el terror tiene otras posibilidades, desde la denuncia explícita de Nerea Pereda en Cerdita –centrada en la gordofobia– a la más sutil de She dies tomorrow sobre la ansiedad y el miedo a la muerte, o personajes femeninos memorables como la skater con hijab de Una chica vuelve sola a casa de noche, de la iraní Ana Lyly Amarpour. También hay varias ficciones en clave de terror sobre el racismo, la serie Them o las películas Get out y Casa Ajena”.
Sin embargo, ¿qué es el terror?, replantea García Lao. “A riesgo de resultar antipática he de decir que no creo en la categoría. La literatura vendida como de terror me parece deficiente. Uno de los libros más inquietantes que leí en el último tiempo fue Claus y Lucas, de Agota Kristof. ¿Es terrible? Sí. Es terrible, pero a nadie se le ocurriría pensarlo como un libro de terror. No hay libro que me interese que no tense y subvierte las categorías. Artaud era terrible, o Genet. Osvaldo Lamborghini. Autores fuera de norma, que ponían en aprietos a sus contemporáneos”, concluye.