Sorprende que la última novela de Diamela Eltit (Santiago de Chile, 1949) publicada en España viera la luz por primera vez a finales de los años ochenta, todavía durante la dictadura de Pinochet. La extrañeza se debe a que la obra es modernísima, tanto que parece escrita ayer mismo, y por eso merece un lugar (destacado) en la mesa de novedades de las librerías.
La reedición, además, celebra la reciente concesión a la autora (2021) del prestigioso premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara de Literatura en Lenguas Romances. Diamela Eltit, como se evidencia en el texto, es muy original y escribe con una voz tan personal que a menudo se muestra refractaria a la lógica del discurso. Su producción esquiva la linealidad y, en ocasiones, el sentido común; incluso cristaliza en formas de expresión intuitivas, muy cercanas a la poesía.
El cuarto mundo, título que ya revela un nivel ínfimo del ámbito sobre el que trata, consta de dos partes contadas por un yo en cada caso. La primera (“Será irrevocable la derrota”) tiene como narrador a un gemelo, y la segunda (“Tengo la mano terriblemente agarrotada”) a su gemela. Los dos compiten por ser dueños del relato, pero antes lo hicieron por captar el interés del lector y mucho antes por atraer la atención de la madre en el espacio mínimo de su útero gestante.
Cada una de esas partes, además, se inicia con un engendramiento: el del niño (y enseguida el de la niña) en el primer caso, y el del hijo de los dos hermanos en el segundo. La historia, hay que decirlo ya, no es apta para pensamientos conservadores porque transgrede todos los principios que imaginarse puedan.
Eltit, que conoce el terreno que pisa y que tiene, además, una imaginación desbordante, explora en El cuarto mundo el ámbito de la familia. En sus páginas, observamos las relaciones entre marido y mujer, pero también entre la madre o el padre con los hijos, las que establecen los hijos entre ellos y las que tienen lugar entre los hijos con sus padres, de modo que todo se analiza hasta el agotamiento.
Eltit, como se evidencia en esta obra modernísima, es muy original; esquiva la linealidad y, en ocasiones, el sentido común
La narradora vuelve completamente del revés la institución familiar y pone negro sobre blanco todas aquellas faltas, anomalías, taras y hasta delitos que, convertidos en tabúes, permanecen en el silencio de la hipocresía social.
Así, Diamela Eltit descubre los vínculos de poder y la visión del mundo desde los pedestales femenino y masculino, bucea en la maternidad y mira con lupa la naturaleza de unos vínculos edificados sobre la lucha, el dolor y la pérdida. Al mismo tiempo, la autora indaga en la formación de la propia identidad y en la construcción de la realidad individual y social, y no se olvida de rastrear el autoengaño y el engaño de (y a) los otros.
En las páginas de la novela, además, investiga sobre las pasiones que unen y separan a las personas: los celos (no solo entre hermanos, sino también entre padres e hijos), la envidia, el amor, el odio, la admiración, el miedo o el placer. Y escruta, incluso en sus variantes punibles, las relaciones sexuales, deconstruyéndolas para pasar a observarlas desde cierta naturalidad.
En la segunda parte, más críptica, la escritora chilena abunda en la ambigüedad y amplía el espectro de su interés hacia causas más generales. Es entonces cuando reverbera el odio sudaca, el menosprecio al sudaca, el manifiesto sudaca de pervivencia, y cuando, por ósmosis, se revela la lectura política de los espacios, de la violencia, de la aflicción, de la resistencia…
Un relato sin tregua, áspero, muy estimable y con sorprendente pirueta (metaliteraria) final.