Gracias al segundo tomo de la Obra Completa de Eugenio Montejo (Venezuela, 1938-2008), que reúne el ensayo y los géneros afines, el lector puede disfrutar al completo de la faceta reflexiva de uno de los nombres imprescindibles de la poesía hispanoamericana contemporánea.
Los grandes poetas modernos, T. S. Eliot, W. H. Auden, Wallace Stevens, Yves Bonnefoy, Giuseppe Ungaretti o Gotfried Benn, y, ya en nuestro ámbito, Antonio Machado, Luis Cernuda u Octavio Paz, por citar sólo algunos, han complementado la escritura de sus poemas con la meditación sobre el hecho poético.
En el prólogo (que figura en el primer volumen), se recalca que “el quehacer de Montejo […] jamás estuvo exento de ideas y su fidelidad al ensayo lo prueba”. Es consciente de que escribe en una época que ha prescindido de los dioses y las ciudades. Que ha dejado atrás la “era alfabética” (el alfabeto era para él “sumo prodigio de la inteligencia del hombre”).
Centrado en la lírica, “fundamento de nuestra existencia”, y no en la religión o la patria, como sus antecesores, su mirada es atenta y “oblicua”, a lo Montaigne. Subjetiva e individual, con “voluntad de ser lenguaje”. Su tono, “antiintelectual”. Basado en la claridad (estuvo en contra de los “especialistas del misterio”), cercano a “lo irracional” (“toda crítica es en su fondo mismo irracional”, dijo Curtius) y lejos del “imperativo científico” y las “disecaciones académicas”. El propio de un lector culto y lúcido que, al leer a otros, se lee a sí mismo.
Por eso, estos ensayos rigurosos y amenos son necesarios, no un mero apéndice de su labor poética. Una y otros van a la par. Están escritos con la misma exigencia. Por las sabias lecciones que destilan, dignos de ser escrutados especialmente por los jóvenes, a los que instaba a “aprender a sentir”.
Estos ensayos rigurosos y amenos son necesarios, no un mero apéndice de su labor poética
El libro se compone de tres partes: “La ventana oblicua” (1974), ”El taller blanco” (1983) y “Prosas misceláneas” (de 1966 a 2011). Por sus páginas pasan, entre otros, Jacques Bousquets; Paul Valéry: ¿los poemas nacen o se hacen?; Novalis, el poeta-filósofo; Benn, al cabo ”inocente“: ”El poeta es siempre, por encima de todo, un hombre”; el solitario y audaz Ramos Sucre: “Leopardi es mi igual”; Drummond de Andrade, “poeta menor y de ritmos elementales”; Rimbaud, el rey del silencio como “acto poético”; Espríu y su “adustez bíblica”; Ungaretti, su “meditación sobre la memoria”; el ejemplar Cernuda; Cassou; Pellicer y la luz del trópico; Cavafis, poeta “de la vejez”; el pintor Reverón y su “cruda intemperie marina”; el Alejandro Rossi de Manual del distraído; Pepe Bianco, alma de la revista Sur; Valencia, su ciudad “prenatal”, y Lisboa, donde vivió, la de su admirado Pessoa y los calceteiros, protagonista de uno de los textos más emocionantes del conjunto: “Una vieja travesía”.
También Gervasi, uno de sus maestros, como Mutis; los “emisarios de la escritura oblicua” (Malte y Rilke, Teste y Valéry, Reis y Pessoa, Barnabooth y Larbaud...), poetas enmascarados “de la ”disolución del yo“ (Bachmann), del “desdoblamiento” y la heteronimia (de la que se ocupará el tercer tomo de esta Obra); los Borges de Borges; Sá-Carneiro, suicida como Sucre, elegantes y torturados poetas de espejos y laberintos; el aforista Lichtenberg; Eliseo Diego y Fabio Morábito; poetas colombianos y, sobre todo, venezolanos (como Sánchez Peláez)…
Mención aparte merecen los ensayos que dedica a “la poesía en un tiempo sin poesía”: “El taller blanco” (donde evoca la panadería familiar, una hermosa y blanca metáfora que explica su “menester”: “una vida destinada a servir la poesía”), “Fragmentario” y “Textos para una meditación sobre lo poético”, pongo por caso.
En esta línea, sobresalen sus prólogos y discursos. Destacaría también “Los números y el ángel”, una suerte de autorretrato. Para Eugenio Montejo, “la poesía es un melodioso ajedrez que jugamos con Dios en solitario”. Su “laconismo instintivo” (Joseph Brodsky) tiene “el poder de despertar”.
Sobre Gonzalo Rojas
“El hombre es, pues, fatalmente oscuro. Sólo mediante el relámpago del poema se logra, cuando se logra, atisbar algo de la claridad que es como decir la identidad de quien lo escribe, a la vez que puede servirnos para columbrar la de quien lo lee”.