“En muchos sentidos –escribe Lorenzo Silva al final de esta nueva entrega– este libro es un compendio de los anteriores y los completa y redondea su significado”. Suena a despedida, pero al subteniente Bevilacqua todavía le quedan unos años en activo, aunque se le nota más curtido, más nostálgico, en cierto modo descreído, aunque también más sabio.
No es mera coincidencia que El mal de Corcira (2020), novela que precede a La llama de Focea (2022), decimotercera de la serie policíaca más longeva y reconocida de nuestra narrativa en las últimas décadas, fabule con sentidos tomados de referencias del mundo clásico. Y no lo es porque el protagonista es más leído, y lo observa todo con la mirada de la experiencia.
Fue el griego Tucídides quien inspiró la metáfora que le permitió trascender el sentido de aquel relato: Corcira fue la primera polis que sufrió el mal de la confrontación entre vecinos, y su modelo arrastraba a la reflexión sobre la necesidad de combatir la desmemoria a raíz de la incursión de Vila en el recuerdo de su pasado en el País Vasco, en los ochenta, donde se estrenó como guardia civil durante los primeros años de la lucha contra ETA.
Y no lo es que a aquella idea le dé continuidad la de otro clásico, Heródoto, de quien parafrasea la leyenda de “Focea”, ciudad griega de navegantes osados, despiadados y “alérgicos a la servidumbre” de quienes parecen venir los catalanes. La fuerza que como una “llama” impulsó a aquel pueblo no justifica los desórdenes del escenario que incendia la ciudad, pero le ayudará a trascender esa realidad y a embellecer el destrozo que la “llama” de esa herencia va dejando.
Al autor, como a su personaje, le gustan las metáforas. Vila, portador de su propia coherencia narrativa, mantiene en su memoria fantasmas que ha ido relegando y que en estos dos últimos casos afronta regalándonos dos relatos paralelos: el de vidas y vivencias del pasado, que configuran interesantes detalles de su biografía, otorgan volumen al personaje y amplían la profundidad de campo de los escenarios geográficos y sociales recorridos en sus investigaciones, y la narración de la aventura policial del presente.
Mientras desenreda la madeja que tiene frente a él, la memoria de Bevilacqua va en sentido contrario
El caso que ahora le ocupa está lleno de resabios amargos para él, que en el 92 vivió dos años inolvidables, ya en la Unidad de Policía Judicial, en Barcelona (donde nació su hijo y donde descubrió el mundo de la mano del sargento Robles), ciudad a la que regresa en 2019, y encuentra tan distinta, envuelta en los conflictos del independentismo catalán. Los recuerdos tiran de él y fluyen las conexiones entre el pasado y el presente. Hasta allí le lleva la investigación de un asesinato en un paraje del Camino de Santiago. Camino que recorre para rastrear pistas, ajustar y ensamblar piezas.
El asunto no sería de su incumbencia si no arrastrara una trama que relaciona al padre de la joven asesinada con alguien que parece algo más que un empresario catalán en el punto de mira de la justicia por sus “oscuras actividades en apoyo del desafío al Estado”.
Mientras desenreda la madeja que tiene frente a él, y que el autor sabe manejar con mano maestra suministrando pesquisas, reflexiones y disquisiciones (incesantes, es verdad) intercaladas en la arquitectura narrativa, su memoria se agita en dirección contraria. Ya advertimos de que su nostalgia es imparable.
Bevilacqua sabe envejecer, aguanta resignado que su hijo haya decidido seguir su profesión, se resiste al ascenso en el cuerpo, y sigue siendo el lector empedernido que admiran quienes le rodean. De la comedia del dramaturgo latino Publio Terencio Afro, El enemigo de sí mismo, debió tomar este excelente fabulador la idea de hacerlo tan humano que nada de lo humano le es ajeno.