Quizá el camino se despejó en Levantado del suelo: “Pero todo esto puede ser contado de otra manera”. Y, en efecto, Saramago comenzó a escribir distinto. Como señalara Eduardo Lourenço, desde aquella epifanía no hizo otra cosa que “descontar lo contado”, o sea, presentar nuevas realidades iluminadas desde puntos de vista inéditos para cuestionar las verdades consolidadas, de la mano de un autor-narrador ubicuo, irónico, desmesurado.
Concibió la novela como lugar de interrogación, racionalización y comprensión, una suma de expresión total donde se desenvuelven ideas robustas, que responde a la melancólica necesidad de decir quiénes somos, pues, al narrar, el novelista expresa la totalidad de la persona que es. A donde va el escritor va el ciudadano, repetía, fiel a su convicción de que el texto es también conciencia, una práctica de coherencia ética y contestación política, sin comprometer la autonomía de la literatura.
Chéjov señaló que la originalidad de un escritor no radica solo en su estilo, sino también en su manera de pensar. Saramago percibía el mundo con una mirada disgustada, inconformista. Reivindicaba pensar fuera de lo pensado. Su literatura del desasosiego y la incomodidad replica esa actitud que filtra un malestar tan fecundo como inagotable, apoyado en un aliento de Ilustración y humanismo.
El escritor aseguraba no reconocer ninguna prioridad por encima del ser humano e hizo suya la máxima de Marx y Engels: “Si el hombre es formado por las circunstancias, entonces hay que formar las circunstancias humanamente”. Por ello coincidía con su admirado Kafka en que no merece la pena escribir nada si no es un hacha capaz de romper el mar helado de nuestra conciencia.
A partir de su traslado a Lanzarote (1993-2010), su narrativa sufrió una “ruptura radical”. Se resetea como escritor. El vínculo entre literatura y sociedad fue reforzado. Ensayo sobre la ceguera (1995) encarna el umbral de esa fractura. Cierra el gran angular de la revisión crítica de la Historia y abandona la reflexión sobre la identidad problemática lusa para franquear el paso a una novela de ideas que, al modo de un cronotopo, dialoga con la sociedad y las circunstancias contemporáneas.
A partir de su traslado a Lanzarote (1993-2010), su narrativa sufre una “ruptura radical”, se resetea como autor
Se interroga sobre la condición desviada del ser humano, sobre nuestra irracional inhumanidad. Expresa un sentido ético de la existencia y se percibe como un ensayista que aborda ensayos con personajes. A esta etapa musculosa, de tono sombrío, que se manifiesta bajo el signo de la alegoría, la denominó el ciclo de “la piedra”.
Ya lo había anticipado en El año de la muerte de Ricardo Reis: “la realidad como invención que fue, la invención como realidad que será”. Llegó entonces a la alegoría, al considerar que ya no servía describir el mundo real como había hecho la gran novela del XIX. Los medios de comunicación se han apropiado de la traducción de la cotidianidad: “Hay que trascender el abuso de información con la alegoría […] para acentuar aquello que en condiciones normales no necesitaría más que la exposición del hecho sencillo”, señaló.
Se trataba de evidenciar, de decir de otro modo, para superar la barrera de nuestra percepción anestesiada y comprender de otra forma. Propuso el concepto de “alegoría de situación”, una macro-estructura de lectura dual donde la hipérbole narrativa refuerza las similitudes con la realidad.
De paso, reemplazaba el espejo de Stendhal por otro contemporáneo, “un poco plano, un poco cóncavo, un poco convexo”. Este camino le facilitó desarrollar propósitos didácticos, incitar a la acción y trasladar mensajes críticos. Amparado en un estilo más sobrio y directo, subvirtió y combatió el abuso de poder y la irracionalidad, iluminó nuestras sombras con otra luz: Todos los nombres, La caverna, El hombre duplicado, Ensayo sobre la lucidez… Para permanecer como los clásicos.
El escritor Fernando Gómez Aguilera fue íntimo amigo y biógrafo de Saramago. Es patrono de su Fundación.